viernes, 2 de noviembre de 2012

El tío Eusebio (II): El peor día del año

La imagen es de aquí, pero...¡el original está en mi sala! (Mila esker, Rafa!)
El otoño es una estación especial, cargada de contrastes. Me gusta mucho el paisaje otoñal y según avanza caminito del invierno resulta placentero abrir la puerta de casa, ponerte las zapatillas y mirar tras la ventana la lluvia o el viento que lo anuncia. Pero también añoro la luz y los días largos del verano. Me gustan los contrastes y me gustan las personas con contrastes; seguramente me hubiera gustado mucho el tío Eusebio, herrero y poeta, duro y tremendamente tierno...

El peor día del año


Todos los años por aquellas fechas se repetía la misma o parecida escena. El tío Eusebio salía de su casa bien temprano, casi como si huyera…Dejaba empantanado el trabajo de la herrería y no volvería hasta haber sobrepasado con creces el mediodía. Su mujer, Lucia (no Lucía, sino “Lúcia”, que así era su nombre), le veía marchar, con la cabeza gacha y la boina bien encasquetada, parapetada tras las cortinas de la ventana de su cocina: “¡Demonio de hombre…!” pensaba y sacudía la cabeza incrédula mientras se secaba las manos en el delantal, preparándose para la faena. En breve llegaría el matarife y también algunos vecinos para echar una mano. Y es que la matanza del cerdo era una tarea que necesitaba de muchas manos y las de Eusebio bastante trabajo tenían con sujetar el pañuelo…Atravesaba la plaza del pueblo a paso rápido, confiando en no cruzarse con algún vecino al que tener que hurtar el saludo para evitar que le viera la cara de compungido que llevaba y para ahorrarse también algún que otro comentario socarrón. La verdad es que costaba reconocer en la misma persona al Eusebio cabal, serio y que no se achantaba ante nadie o casi nadie, fuera más rico, más fuerte o más sabio que él, y a este de hoy que abandonaba su casa y su trabajo, incapaz de permanecer cerca del lugar donde se llevaría a cabo lo que él consideraba una atrocidad a todas luces. Iba el hombre, fastidiado, mascullando en voz baja una retahíla de lamentos que en nada aliviaban el malestar que le embargaba. Cuando dejaba atrás la plaza, terreno que él consideraba más peligroso, aminoraba un poco el paso para recuperar el resuello y encarar la recta calle que le abocaría al final del pueblo y enfilar sus pasos hacia el regadío. Casi al final de la calle, Ignacio esperaba en el umbral de su puerta fingiendo una casualidad que no engañaba a ninguno de los dos amigos. “¿Qué vida, Eusebio…?”  usaba a modo de saludo; retórica pregunta porque ya conocía de sobra la respuesta. Eusebio se paraba con desgana y, acompañando las palabras con una torva mirada, se quejaba con amargura: “El peor día del año, el peor de todos…” y seguía “más quisiera comer todos los días del año pan, alubias y guindillas y no hacerle “esto” al pobre animal…”, “¡tenerlo en casa todo el año, criarlo, para esto…!” y sacudía la cabeza lastimeramente, con auténtica desesperación y buscaba su pañuelo con premura y lo restregaba con rabia por los ojos y por su cara, secando con torpeza, desabridamente, las lágrimas que traidoras desbordaban la frontera de sus párpados…”Pero, hombre, Eusebio-le decía Ignacio- no te pongas así, que es un cerdo…”. “¿Cómo quieres que me ponga,  pues? le contestaba el pobre Eusebio tan triste como enfadado…”Si es que no lo puedo remediar: ¡malo me pongo, malo!” y era la pura verdad. “Pues, chico, el próximo año no criéis, si te llevas tan mal rato…” le decía Ignacio, compasivo. “¡Sí, -espetaba el otro- lo que faltaba! ¡Dile a esa…, buena se va a poner!”. “Esa” era la pobre Lucia, a la que habitualmente trataba con sobrio respeto. Y con esta o parecida frase, acababa el pobre intento de Ignacio de solucionar tan terrible conflicto, y se despedía de Eusebio que reemprendía el camino cariacontecido, otra vez la cabeza gacha y el pañuelo bien a mano, por si acaso. Ignacio sabía que su amigo pasaría una temporada larga alimentándose sin catar bicho, incapaz de hincar el diente en los guisos sabrosos que su mujer elaboraba con la carne del gorrino.
Al fin llegaba el tío Eusebio a su destino y se perdía entre los esbeltos chopos buscando consuelo y refugio para sus lágrimas en el rumor de las ramas agitadas por el viento que, bondadosamente, silenciaría también sus inevitables y escandalosos hipidos.

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