viernes, 1 de noviembre de 2013

Pan blanco


Otoño en el Valle de Yerri

Cumplía años en octubre, tal vez por eso el otoño me trae su recuerdo. Era moreno, agitanado. Tenía la mirada muy viva, oscura. Era de ademanes bruscos y palabra escueta. Irónico a morir, socarrón, listo. Las manos increíblemente fuertes, duras,  curiosamente se podían transformar en nido acogedor para un pajarillo que nos mostraba con la mirada riente…y alguna vez sostuvo con esas mismas manos a un erizo cuyas púas no hirieron ni por asomo sus callosas palmas ante nuestra asombrada mirada. A veces, te ofrecía un caramelo de menta, de esos que picaban muchísimo…Conviene no olvidar a aquellos de quienes venimos, ni los tiempos ni los lugares de donde procedieron.

Pan blanco

El viejo autobús de línea se detuvo chirriante frente a la casona. Los viajeros descendieron con premura y se apresuraron a salvar los escasos metros que les separaban del umbral de la puerta de la Venta Isabel. El día, que al otro lado del puerto de Lizarraga había amanecido despejado, se había tornado desapacible; una espesa niebla les había acompañado tras atravesar el túnel y la lluvia fina acharolaba ahora el asfalto. La mayoría de los viajeros entraron en la venta, parada obligatoria, con el fin de calentar sus gargantas con un sabroso caldo y desentumecer sus huesos al calor del fuego chispeante. Él de buena gana hubiera seguido el mismo camino, pero no estaban los tiempos para demasiadas alegrías. Se subió el cuello del  viejo abrigo y rebuscó en sus bolsillos la petaca dispuesto a liarse un cigarrillo. Los dedos ágiles no precisaban el control de la mirada, mirada que recorría el paisaje conocido y que apenas había sufrido cambios desde que por primera vez lo atravesara en busca de un mejor destino para él y su familia. De vez en cuando regresaba al pueblo, allí vivían todavía su padre y una hermana, allí respiraba un aire que echaba de menos en la ciudad que le había acogido. Reconocía que la ciudad le había procurado el sustento para su prole, pero era un hombre de campo y, orgullosamente, no renunciaba a sus orígenes. La vida no era fácil en la ciudad; costaba llegar a fin de mes y la cartilla de racionamiento era escasa para llenar tanta boca. Pero no se quejaba, otra vez su orgullo le impedía agachar la cabeza y cuando visitaba su pueblo negaba las estrecheces de su nueva vida. Había encontrado muy mayor a su padre, caminaba encorvado ayudado por un bastón y la palabra ágil en otros tiempos se había tornado huidiza y escasa. Solo su mirada seguía siendo la misma, mantenía el brillo de antaño aunque barnizado por algo parecido a la docilidad: sí, estaba ya muy mayor. Sujetaba el pitillo entre los labios y mantenía las manos hundidas en los bolsillos, el otoño se deslizaba y los primeros fríos presagiaban la llegada de un invierno ya a la vuelta de la esquina.

Los vio llegar entre la bruma y masculló para adentro una maldición. Eran dos, el porte altanero les distinguía del resto de los parroquianos. Sabía que no podría evitar que registraran su escaso equipaje, no sentía temor; solo rabia y desesperación. Dio dos caladas más al cigarrillo apurandolo antes de arrojarlo al suelo con gesto hosco. Cuando llegó su turno, sus manos no temblaron al abrir la vieja maleta. Entre su escasa ropa yacía el zacuto que su hermana le había preparado la noche anterior; se lo había extendido con la mirada gacha, sin decir palabra, él había musitado un apagado “gracias” y ella se había sonreído ladeando la cabeza, evitando su mirada, sin tontadas... "¿Qué hay dentro?"-le preguntaron. Sacó el zacuto y lo abrió dejando ver su contenido; su mirada enfrentó aquellos ojos escrutadores, duros e imperiosos, no bajó la cabeza ni alzó su voz en demasía al contestar. “Ya lo ve usted”-les dijo, “Pan blanco y unas alubias”. Sus manos callosas y ásperas sostenían la hogaza de pan de dorada corteza. “Vuelvo a casa después de visitar a mi padre en el pueblo, me lo ha dado mi hermana; me esperan mujer y cuatro hijos, el quinto viene de camino. Usted verá…” Sostuvo la mirada, ahora dura, altiva como su frente morena y a la vez humilde como las manos que abrazaban el pan blanco y crujiente. Y algo vio su contrincante en aquella batalla porque su voz y sus ojos se templaron y musitó un apresurado “Guarde, guarde, guárdelo usted…” y se alejó con paso firme agitando levemente las manos.

Mi abuelo subió al autobús que arrancó con un quejido sordo, se arrellanó en el asiento, limpió desmañadamente el vaho de la ventanilla y respiró el aire de su tierra; miró por la ventanilla y el paisaje le pareció turbadoramente hermoso, la lluvia arreciaba y el frío se dejaba sentir en la cara pero el calor se adueñó de su oscura y penetrante mirada

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