viernes, 6 de noviembre de 2015

Amanece, el primer regalo tras la guardia

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No  me gusta madrugar…Soy muy dormilona y de ese tipo de personas que se despierta de mal humor, a las que es mejor no hablar hasta haber pasado un buen rato tras abrir los ojos, ¡qué le vamos a hacer! De modo que mi trabajo en el PAC me permite levantarme más tarde que a muchos currelas de a pie;  el desayuno prolongado, la radio, la prensa a primera hora de la mañana son un placer y  además, aunque las noticias no suelen ser para tirar cohetes en los tiempos que corren, mis rutinas y esta manera de empezar el día sin prisas contribuyen a que mi mal humor se disipe más pronto que tarde…Como contrapartida, solo veo amanecer los días en que acaba mi guardia. Claro que estos momentos  poco tienen que ver con el amanecer de tantos y tantas que, presurosos,  no pueden disfrutar del espectáculo de ver nacer el día…Porque es un espectáculo, sea invierno o verano, haga frío o calor.
Mi guardia de hoy ha sido tranquila, sin sobresaltos; he visto a mi último paciente a eso de las 4:45 y luego ya me he espabilado y me ha sorprendido el aroma del café sin haber conciliado el sueño. Hasta entonces, me he cantado mil canciones por componer  y me he contado mil historias sin argumento; a falta de interlocutores, una misma se basta y se sobra  para estos diálogos, para preguntarse y para contestarse; lo bueno es que aunque discuta, casi siempre llego a ententes cordiales…
El café estaba buenísimo. He mirado luego la evolución del único paciente que he enviado al hospital: ni tan mal, parece que no he errado demasiado. Luego, la puerta del centro de salud abierta de par en par, mientras E. limpiaba con su habitual aplicación, invitaba a asomarse a la calle. Era justo ese momento en el que la luz va ganando terreno a las sombras, en el que el alba se puede confundir con el ocaso. Hacía fresquito, he cruzado las solapas de mi bata para protegerme. Me gusta este silencio que envuelve a la mañana. Las calles están vacías,  se ven algunas ventanas iluminadas en los edificios cercanos; una mujer levanta su persiana y se asoma un instante, aún en pijama. Convive la luz de las farolas con la incipiente claridad del día, se van dibujando los contornos de este paisaje urbano y familiar desde hace ya un buen puñado de años. El mar debe estar bravo, me llega su rumor acompasado.

Levanto la mirada y disfruto de una hermosa alborada: entre un par de edificios cercanos se alza un árbol, esbelto, su copa apunta al cielo preñado hoy en su parte baja de una neblina de color indefinible, más arriba se muestra limpio de un gris azulado, terso como el raso y aún más arriba una luna estrecha y en menguante parece sonreír a la mañana. Allí, cerquita,  una estrella parpadea orgullosa, como un brillante, compitiendo luminosa con la blancura nacarada de la luna…Placer de placeres: yo,  allí, arrebujada en mi bata blanca contemplando tanta hermosura. Y el silencio. Apostado en un saliente del tejado que me cobija, un mirlo negro de pico anaranjado mira, como yo, hipnotizado el paisaje, dibujada a cincel su silueta. En unos segundos gana la luz a las sombras y el ave, sin previo aviso, emprende el vuelo. Como yo, pienso, vuela él a sus quehaceres…Y me desperezo sin testigos, golosamente. Me espera el día hasta el ocaso, ojalá que mis labios se curven muchas veces en sonrisas a lo largo de este día, emulando así a la luna menguante que aún distingo.

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