viernes, 4 de enero de 2013

El regalo de Reyes: El tío Eusebio (III)

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Abrió la ventana y  poniéndose de puntillas asomó su cabeza al exterior. El frío de la mañana besó su cara y sus ojos contemplaron la blancura de los tejados y las calles cubiertas de nieve. La noche anterior la nieve había empezado a caer mansamente, el abuelo Ignacio no se equivocó cuando profetizó que iba a cuajar. Ahora el tibio sol invernal arrancaba luminosos destellos del blanco paisaje y el silencio a aquella hora temprana de la mañana parecía invitar a que el resto de los sentidos se aletargaran permitiendo que únicamente la vista se complaciera en la belleza. Sus pupilas se dilataron cuando advirtió las huellas de los cascos de los caballos trazando su sendero en mitad de la calle: el tío Eusebio también había acertado. La víspera, al amor de la lumbre, le había contado que hacía unos días había recibido la visita de un paje de los Reyes Magos. Ufano, mientras el abuelo escondía una sonrisa divertida, le dijo que llamó a su puerta bien temprano y le pidió que herrara los cascos de su caballo, un animal de porte digno y crin negra como el azabache. El exótico cliente de oscura piel y ojos rasgados sabía de su buen hacer y no había dudado en acercarse reclamando sus servicios para poner a punto a su cabalgadura; le esperaban unas jornadas atareadas y era preciso no dejar nada a la improvisación, nada que pusiera en peligro tan importante tarea…El paje le aseguró que aquel año no se olvidarían de visitar el pueblo y que en la madrugada dejarían sus regalos a los niños buenos. Ella le escuchaba silenciosa, ilusionada pero dubitativa: hasta ahora, en lo que a ella le había tocado, había recibido de Sus Majestades alguna mandarina, unas pocas monedas y alguna muñeca de cartón…No alcanzaba a comprender por qué, año tras año, los Reyes se empeñaban en favorecer a los niños del pueblo que menos lo necesitaban, era todo un misterio…El tío Eusebio le alentó a que limpiara con esmero sus zapatos, de acuerdo con el abuelo pensaron que la casa de Eusebio ubicada justo en la plaza del pueblo era un lugar que seguramente facilitaría el trabajo a Sus Majestades en tan desapacible noche. Ella, asomando la rosada lengua entre los labios, se afanó en dar lustre a sus zapatitos de domingo, se los dio al tío y lo despidió en el umbral de la puerta, la nieve caía silenciosa.
Se vistió apresuradamente y en un periquete estaba ya en la calle; subió la calle a saltitos rápidos, como un gorrión, sus huellas livianas trazaron un sendero paralelo al dibujado por los cascos de los caballos. Empujó con brío la puerta de la entrada, la herrería dormía en la penumbra, el yunque enmudecido y la fragua sin su brasa habitual; subió a trompicones la corta escalera y abrió la puerta de la caldeada cocina. Las mejillas arreboladas por la prisa y la mirada esperanzada hicieron que el tío Eusebio sonriera al contemplarla. “Bueno, ya estás aquí…”-le dijo. La tía Lucia trasteaba ya entre sus pucheros, el aroma de sus guisos presagiaba una excelente comida; la buena mujer dispuso un buen tazón de leche caliente para la pequeña y un par de rosquillas con su nieve de azúcar. La niña cautelosa, aguantando su impaciencia, desayunó mientras el tío Eusebio parecía empeñado en charlar de cosas triviales…Cuando terminó la leche, se atrevió a preguntarle: ¿Han venido?  ¿Que si han venido?-le contestó el tío y prosiguió: Pues claro, y vaya enfadado que estoy…Luego te explico, pero sí, han dejado algo para ti…Y allí, en un rinconcito, alcanzó a ver la punta de sus zapatitos que asomaban bajo un paquete coronado por un enorme lazo. Incrédula, se acercó con timidez y alentada por el cabeceo de Eusebio lo tomó con las manos. Aún antes de abrirlo, se admiró de la finura del papel, que se dijera de pura seda tan suave al tacto que era, y del hermoso lazo que lo abrazaba y, aunque en ella bullía el deseo de conocer que escondía, se demoró en retirarlo como si sus dedos infantiles tocaran las delicadas alas de una mariposa. Sus ojos contemplaron la hermosa caja, mientras los cariñosos ojos adultos la contemplaban a ella sin perder detalle. Su mirada recorrió la brillante tapa sembrada de múltiples dibujos delicados: los personajes de sus cuentos le brindaban miradas sonrientes, las flores allí pintadas parecían saludarla, estrellas de colores, animalitos dándole los buenos días…Los cantos de la caja estaban ribeteados de una fina puntilla, como si el hilo blanco del que estaba hecha se hubiera enredado por encanto para fabricar su filigrana, sin conocer mano alguna que la trabajara o, en todo caso, fueran las manos de un hada las encargadas de labrarla. La caja escondía otro tesoro: infinidad de dulces se escondían ordenados, envueltas sus delicias en fino papel festoneado, solo su aroma escapaba a la sutil cárcel. El tío Eusebio le preguntó: ¿Qué, te gusta…? con un asomo de ansiedad en la mirada. Me gusta, me gusta mucho…contestó ella con un hilo de voz mientras sus dedos nerviosos acariciaban las siluetas de colores. ¡ Buenooo, pues me alegro!- dijo el tío. Pero menuda faena me han hecho a mí… añadió Eusebio. ¿Qué ha pasado?- preguntó ella preocupada. Nada, nada, ya me lo habían advertido, que solo era para los niños, pero…y chasqueó los dientes, sacudiendo la cabeza. Resulta que decidí poner junto a tus zapatos una de mis alpargatas para ver si caía algo, pero…los muy tacaños no me han dejado nada. Eso sí, se tomaron el pacharán que les puse sin dejar gota, ¡y bien que beben los mangarranes…!Y no solo es que no me hayan dejado nada: ¡menuda puñeta que me han hecho!- prosiguió muy enfadado- Al levantarme no encontraba mi alpargata, no aparecía por ningún lado; extrañado he salido a la calle en su busca y ¡mira, mira cómo la he encontrado, hecha un asco!- y le muestra una alpargata vieja, mojada y llena de barro. ¿Sabes dónde estaba?- la niña negaba cariacontecida. Hasta el pilón he tenido que asomarme- y señala con su dedo índice el pilón de la plaza del pueblo, donde el ganado abrevaba cada día- Allí estaba, tirada, toda mojada, que he tenido que acercarla con la vara…¿Tú te crees que hay derecho, hombre por Dios…? Y sacudía desolado la cabeza, apenado, muy apenado…Bueno, Eusebio- terció Lucia conciliadora- No te pongas así, que ya estabas advertido, que solo habría regalo para la niña…Ya, ya, pero…uno se hace ilusiones y… -argumentaba Eusebio lastimeramente.  La niña abrió su caja de colores: Tío, ¿quieres uno?- y le ofrece un dulce consoladora. ¡Vale maja!- acepta Eusebio complacido. Y los dos comparten mano a mano el caramelo. La mañana de Reyes es luminosa, el puchero se cuece a fuego lento, la niña y el tío charlan y ríen con complicidad.
 La hermosa caja albergó sus tesoros durante un tiempo; nunca supo quién dedicó su tiempo, su arte y su amor en fabricarla. Y un día despareció, no sabe cómo; tal vez del mismo modo que desaparece la infancia, dulcemente, y solo queda de ella el recuerdo de los rostros, de las palabras, de las miradas que dieron vida a su paisaje, aquel al que a veces soñamos regresar.

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