viernes, 19 de abril de 2013

Indefinido


Hace años estaba con una amiga sentada en una terraza y se nos acercó un niño; el pequeño, muy serio, nos preguntó si éramos “hijas o madres”. Al parecer,  para él, las personas se dividían en hijos y padres…Nos hizo sonreír.  Es evidente que todos somos hijos de alguien, y algunos tenemos la fortuna de ser padres…Este relato está basado en una escena que vivimos en la consulta mi residente de aquel día (¡qué bien lo hiciste, guapa!) y yo en mi última guardia del 2012. Me gustaría dedicarlo a los padres y madres. A los tuyos. Y en especial, a los míos.

INDEFINIDO

“Indefinido” era la palabra que había escrito mi compañero celador al lado de su nombre. Nos llamó la atención y las dos rastreamos su historia antes de hacerle pasar: setenta y tantos años, varón y nada reseñable.
Atravesó el umbral de la puerta con gesto asustado, la mirada inquieta y sin encontrar refugio para sus manos. Le acompañaba su esposa, una mujer de aspecto apacible y tímida actitud. Eran de estas parejas discretas que se dirigen a ti con el respeto que los años y su naturaleza humilde determinan, de estos con los que sintonizas fácil, sólo con mirarlos resultan entrañables.  Mi compañera se dirigió a él con su habitual cortesía, es joven y amable por naturaleza;  comenzó con una pregunta abierta, algo así como: ¿qué le trae por aquí…? Él comenzó a hablar, lo hacía en euskera. Las palabras brotaban rápidas, su voz temblaba levemente y las frases, entrecortadas, no permitían entender bien la causa de su malestar. Solo su mirada, angustiada, permitía adivinar un malestar hondo; su aspecto no era malo. Ella, paciente y con destreza, fue preguntando y descartando síntomas alarmantes; él solo acertó a decir que estaba inquieto y que por las noches no dormía…Mi compañera, sutil, le abrió la puerta de las emociones y  él se desbordó en un río de lágrimas, entre disculpas. Lloraba mansamente, como lluvia fina que cala hondo, sin aspavientos, sin apenas ruido. Brotaba la pena en la soleada mañana de aquel domingo en la antesala del invierno. Su esposa contenía la emoción, apenas unas lágrimas discretas se deslizaban por las mejillas; dejaba hablar al hombre y asentía en silencio ante sus palabras.
 Sencillamente, estaba triste. Tan triste que en la noche la pena lo inundaba todo y el sueño caprichoso se negaba a procurarle el descanso necesario. Nos contó la historia: tenían dos hijos, un chico y una chica. El hijo desde hace ya unos años reside en las antípodas a muchísimas horas de avión, su vida allí es buena: buen trabajo y hermosa familia, pero tan lejos…La chica, como él la llamaba, reside en la misma población que ellos, está casada y tiene hijos, sus nietos, a los que ellos ven y atienden con asiduidad. La hija es profesora, es muy lista, al igual que el hijo. Y hace un paréntesis entre las lágrimas y nos sonríe orgulloso con su mirada lavada, sembrada de sal…Lo cierto es que hace unos días se han ido todos, a visitar al hermano, pasarán allí un mes, volverán pasadas las navidades…Y le puede la pena; el dolor de verse solo, por primera vez,  con su mujer en estas fechas  lo anega todo de una tristeza pegajosa de la que no consigue desembarazarse. Llora sin vergüenza, solo asombrado de sus propias emociones. No hay reproches hacia sus hijos, al contrario: se apresura a asegurar que le parece bien, que no tiene de qué quejarse…Solo se reprocha  a sí mismo la pena  que, inoportuna, salvajemente, le impide ser el hombre que es y le hace comportarse como si fuera tonto…Y a mí me puede la ternura y me dan ganas de darle un achuchón…Cuando su discurso parece haber terminado le digo que creo comprenderle, y que lo creo porque yo también tengo hijos y algo sé de la pena cuando ellos no están…Y le digo que no es tonto, que está triste y que uno no elige los sentimientos, solo los siente. Y que es hermoso sentir, aunque duela, lo malo es que la vida nos sea indiferente. 
Me sumerjo en su mirada mientras le hablo y creo ver reflejadas en sus ojos las miradas de tantos padres y madres…Veo la dulzura, el orgullo cuando contemplamos sus éxitos, veo la preocupación y el miedo del padre cuando acude con su hijo enfermo, veo la alegría y el placer en la mirada del padre cuando el hijo acaricia con un beso su mejilla, veo el temor escondido en sus pupilas ante una decisión que aún madura no cree el padre que sea la acertada; veo la gratitud enorme en la mirada del padre cuando, anciano, recibe el cuidado de las manos jóvenes, veo esa misma gratitud hacia la vida por la posibilidad de haberlos visto crecer y madurar como hermosos árboles de sólidas raíces y espeso follaje…
Me emociona escuchar a este hombre que, ahora más calmado, me habla con satisfacción de su hermosa y extensa familia; de cómo los hijos aprovecharon las oportunidades, estudiaron, mejoraron…y aquella pareja ya mayor  disfruta de los éxitos de aquellos a quienes más aman y no sé si son conscientes de que ellos, con su trabajo y con su entrega, son parte importante de estos logros.
Y claro, le damos un par de consejos para que pase mejor estos días, y alguna ayuda para que duerma mejor si es el caso…Y aún nos regalan más ternura cuando la mano de él, fuerte y callosa, se transforma en caricia para pellizcar la mejilla de su compañera que, tímida y sonriente, la acepta como acepta sin quejas su noches de vela y lágrimas. Se despiden y nos dan las gracias; nos alarga la mano y cobija la nuestra entre sus palmas y el gesto formal de estrecharlas aloja sin que él lo sepa el abrazo que adormecí, tímida, al contemplar su llanto. 

Un poco de buena música...

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