Hace años estaba con una amiga
sentada en una terraza y se nos acercó un niño; el pequeño, muy serio, nos
preguntó si éramos “hijas o madres”. Al parecer, para él, las personas se dividían en hijos y
padres…Nos hizo sonreír. Es evidente que
todos somos hijos de alguien, y algunos tenemos la fortuna de ser padres…Este
relato está basado en una escena que vivimos en la consulta mi residente de
aquel día (¡qué bien lo hiciste, guapa!) y yo en mi última guardia del 2012. Me
gustaría dedicarlo a los padres y madres. A los tuyos. Y en especial, a los
míos.
INDEFINIDO
“Indefinido” era la palabra que
había escrito mi compañero celador al lado de su nombre. Nos llamó la atención
y las dos rastreamos su historia antes de hacerle pasar: setenta y tantos años,
varón y nada reseñable.
Atravesó el umbral de la puerta
con gesto asustado, la mirada inquieta y sin encontrar refugio para sus manos.
Le acompañaba su esposa, una mujer de aspecto apacible y tímida actitud. Eran
de estas parejas discretas que se dirigen a ti con el respeto que los años y su
naturaleza humilde determinan, de estos con los que sintonizas fácil, sólo con
mirarlos resultan entrañables. Mi
compañera se dirigió a él con su habitual cortesía, es joven y amable por
naturaleza; comenzó con una pregunta
abierta, algo así como: ¿qué le trae por aquí…? Él comenzó a hablar, lo hacía
en euskera. Las palabras brotaban rápidas, su voz temblaba levemente y las
frases, entrecortadas, no permitían entender bien la causa de su malestar. Solo
su mirada, angustiada, permitía adivinar un malestar hondo; su aspecto no era
malo. Ella, paciente y con destreza, fue preguntando y descartando síntomas
alarmantes; él solo acertó a decir que estaba inquieto y que por las noches no
dormía…Mi compañera, sutil, le abrió la puerta de las emociones y él se desbordó en un río de lágrimas, entre
disculpas. Lloraba mansamente, como lluvia fina que cala hondo, sin
aspavientos, sin apenas ruido. Brotaba la pena en la soleada mañana de aquel
domingo en la antesala del invierno. Su esposa contenía la emoción, apenas unas
lágrimas discretas se deslizaban por las mejillas; dejaba hablar al hombre y
asentía en silencio ante sus palabras.
Sencillamente, estaba triste. Tan triste que
en la noche la pena lo inundaba todo y el sueño caprichoso se negaba a procurarle
el descanso necesario. Nos contó la historia: tenían dos hijos, un chico y una
chica. El hijo desde hace ya unos años reside en las antípodas a muchísimas
horas de avión, su vida allí es buena: buen trabajo y hermosa familia, pero tan
lejos…La chica, como él la llamaba, reside en la misma población que ellos,
está casada y tiene hijos, sus nietos, a los que ellos ven y atienden con
asiduidad. La hija es profesora, es muy lista, al igual que el hijo. Y hace un
paréntesis entre las lágrimas y nos sonríe orgulloso con su mirada lavada,
sembrada de sal…Lo cierto es que hace unos días se han ido todos, a visitar al
hermano, pasarán allí un mes, volverán pasadas las navidades…Y le puede la
pena; el dolor de verse solo, por primera vez, con su mujer en estas fechas lo anega todo de una tristeza pegajosa de la
que no consigue desembarazarse. Llora sin vergüenza, solo asombrado de sus
propias emociones. No hay reproches hacia sus hijos, al contrario: se apresura
a asegurar que le parece bien, que no tiene de qué quejarse…Solo se
reprocha a sí mismo la pena que, inoportuna, salvajemente, le impide ser
el hombre que es y le hace comportarse como si fuera tonto…Y a mí me puede la
ternura y me dan ganas de darle un achuchón…Cuando su discurso parece haber
terminado le digo que creo comprenderle, y que lo creo porque yo también tengo
hijos y algo sé de la pena cuando ellos no están…Y le digo que no es tonto, que
está triste y que uno no elige los sentimientos, solo los siente. Y que es
hermoso sentir, aunque duela, lo malo es que la vida nos sea indiferente.
Me
sumerjo en su mirada mientras le hablo y creo ver reflejadas en sus ojos las
miradas de tantos padres y madres…Veo la dulzura, el orgullo cuando
contemplamos sus éxitos, veo la preocupación y el miedo del padre cuando acude
con su hijo enfermo, veo la alegría y el placer en la mirada del padre cuando
el hijo acaricia con un beso su mejilla, veo el temor escondido en sus pupilas
ante una decisión que aún madura no cree el padre que sea la acertada; veo la
gratitud enorme en la mirada del padre cuando, anciano, recibe el cuidado de
las manos jóvenes, veo esa misma gratitud hacia la vida por la posibilidad de
haberlos visto crecer y madurar como hermosos árboles de sólidas raíces y
espeso follaje…
Me emociona escuchar a este
hombre que, ahora más calmado, me habla con satisfacción de su hermosa y
extensa familia; de cómo los hijos aprovecharon las oportunidades, estudiaron,
mejoraron…y aquella pareja ya mayor disfruta de los éxitos de aquellos a quienes
más aman y no sé si son conscientes de que ellos, con su trabajo y con su
entrega, son parte importante de estos logros.
Y claro, le damos un par de
consejos para que pase mejor estos días, y alguna ayuda para que duerma mejor
si es el caso…Y aún nos regalan más ternura cuando la mano de él, fuerte y
callosa, se transforma en caricia para pellizcar la mejilla de su compañera
que, tímida y sonriente, la acepta como acepta sin quejas su noches de vela y
lágrimas. Se despiden y nos dan las gracias; nos alarga la mano y cobija la
nuestra entre sus palmas y el gesto formal de estrecharlas aloja sin que él lo
sepa el abrazo que adormecí, tímida, al contemplar su llanto.
Un poco de buena música...
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