viernes, 5 de septiembre de 2014

Feliz aterrizaje

Nuestras vacaciones de este año tuvieron como punto de partida y como punto final Amsterdam: cosas de enlaces aéreos y demás zarandajas… El caso es que nos dio la oportunidad, tanto a la ida como a la vuelta, de conocer siquiera por encima esta ciudad a la que, creo, volveré porque me pareció digna de una visita algo más larga. La mañana de nuestro regreso a casa comenzó con un aterrizaje temprano en el aeropuerto holandés, el tren que enlaza con su capital nos dejó en unos pocos minutos en la estación central, disponíamos de unas cuantas horas antes de volver al aeropuerto e inauguramos la ciudad con un desayuno en una de sus terracitas bajo el sol tibio del último día de agosto. A esas horas éramos escasas las personas que transitábamos por sus calles, huellas de una noche de fiesta poblaban sus aceras que el servicio de limpieza se afanaba en hacer desaparecer; la ciudad se desperezaba a la par que saboreamos nuestro desayuno.
Callejear por el centro de Amsterdam después de un largo viaje resultó muy agradable; había dormido durante el vuelo y caminar despacio, sin más pretensión que dejar pasar las horas hasta la tarde, difuminaba la morriña que siempre me da poner punto final a los días de asueto, esta vez aumentado porque habían sido un par de semanas estupendas en un país lejano en compañía de nuestros hijos y regresábamos solos; ellos aún tardarán una semana en  volver…
A medida que transcurrían las horas la ciudad cobró vida, transitar continuo de gentes  autóctonos y turistas como nosotros, recorriendo sus calles y agolpándonos en el mercado de las flores que ofrecían su sinfonía de colores a los viandantes.
Yo soy poco compradora, tampoco me gusta mucho hacer fotografías; prefiero grabar las imágenes en mi retina, sin más. No así mi marido: a él le encanta entrar en las tiendas, mirar los escaparates, comprar alguna cosilla y tal…De modo que yo estaba apostada en el umbral de una tiendecilla, justo en la calle del mercado de flores, guardando nuestras mochilas, mientras él permanecía en el interior del comercio, revolviendo, cuando un par de coches se detuvieron en la estrecha calle; del primero de ellos descendió una chica joven, ¿veinte años?, seguida de un hombre al que identifiqué como su padre; del otro bajó una mujer, su madre, que rápidamente empezó a sacar maletas y bolsas del vehículo. La joven tocó el timbre de un estrecho portal y fue recibida por una voz alborozada, como un gorjeo, el portal se llenó de un montón de bártulos y enseres domésticos; además descargaron de uno de los coches una mesa de estudio desmontada, un colchón a estrenar, de una de las bolsas sobresalía el foco que todo estudiante ha utilizado alguna vez y un par de marcos de esos que encierran varias fotos, instantes de vida captados cargados de sentido solo para su dueño. Al poco cerraron la puerta y al ratito, escasos quince minutos, salieron de nuevo los tres. La joven besó, como un pajarillo, la mejillas de sus padres; el hombre acarició su cara un instante, un leve roce de sus dedos sobre la tersa mejilla, un adiós apresurado, y tierno…El ruido de la puerta del inmueble coincidió con el ruido metálico de las portezuelas de los coches. Voces jóvenes que provenían de una ventana abierta se mezclaron con la algarabía urbana. Los colores del verano se conjugaban también con el sol de la mañana de domingo y con el brillo de las flores del mercado.

Al rato, mientras paseábamos por una calle cercana, ya rondando el mediodía, reconocí a los padres de la joven; estaban sentados en una terraza disfrutando de un aperitivo, los ojos de la madre ocultos tras unas gafas de sol; conversaban apacibles, vaya usted a saber de qué…Creo que para ellos, también el verano tocaba a su fin. 
Ahora vaciaré mis maletas, pondré mil lavadoras, guardaré durante un tiempo, sin saber muy bien para qué los pequeños recuerdos que una se trae casi por inercia de sus viajes, sabiendo que lo importante permanece en la memoria y que las risas, los rostros, las palabras y los paisajes, se quedan ahí agolpados, mezclándose con otros similares, dando forma al mosaico de mi propia historia. Feliz aterrizaje a todos.

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