viernes, 25 de febrero de 2011

El viejo y la mariposa

A veces, alguno de vosotros puede que ya lo sepa, escribo. Quiero decir que escribo algún relato, cuentos, cosillas así. Muchas veces, como en este caso, lo hago movida por alguna situación vivida en la consulta. Este relato nació hace ya años, tras haber visitado en su domicilio a un ancianito al que solía ver de vez en cuando; entonces trabajaba en primaria-primaria. Volvía al centro de salud y mi mirada se colgó del vuelo de una mariposa. Ahí os va.


EL VIEJO Y LA MARIPOSA
A pesar del calor del mediodía, extendió la vieja manta de cuadros sobre sus rodillas: así estaba mejor.
Le dolía levemente la cadera; desde aquella caída, hacía ya años, su cadera se quejaba de vez en cuando. No era gran cosa, apenas un pinchazo. Lo peor era el miedo: miedo a que la dichosa prótesis se quebrara sin avisar y diera de nuevo con sus viejos huesos en el suelo. Jugueteaba con el bastón, lo odiaba tanto como lo necesitaba.
Hasta su balcón llegaba amortiguado el ruido de los coches. Al principio de vivir allí, ese zumbido, casi incesante, le resultaba muy molesto; sin embargo, ahora, a fuerza de horas y horas de escucharlo, casi le agradaba; incluso por la noche lo echaba de menos. Tenía insomnio. Su hija le había dicho que los viejos no necesitaban dormir demasiado. Ella, tan serena habitualmente, se lo había comentado con un deje de impaciencia. Él no se había sentido ofendido: ciertamente, era un viejo. Probablemente un viejo afortunado. Su vida, ya tan larga, había sido en conjunto buena: sin apenas darse cuenta, noventa y cuatro años llevaba sobre sus espaldas. Muchas pequeñas historias que recordar y alguna que otra pena que arrastrar, no pensar…
Se miró las manos: largas y huesudas, las venas dibujando tortuosos y azulados senderos bajo la piel extremadamente fina, casi como la de un niño. Buscó en ellas la huella del trabajo acumulado, buscó en ellas el vigor de la juventud, la caricia del amor, la curiosidad impaciente de la infancia. Buscó en ellas la firmeza, la seguridad del hombre joven, la pasión atolondrada de la adolescencia, la ternura gratuita e inocente de la niñez. Buscó y encontró la huella de los años, la fragilidad, el temor y la lentitud de la vejez; buscó y encontró la mansa docilidad de quien ya apenas espera nada. Y supo que en el hueco de sus manos anidaba la historia de su vida.
La cabeza morena de su hija apareció de pronto en el marco de la puerta: “¿Estás bien?” le preguntó mientras alisaba mecánicamente los pliegues de la manta. “Claro”, le contestó, ¿qué otra cosa iba a decirle? “Va a llover”, añadió mirando al cielo,”no tardará demasiado, te avisaré si te necesito, no te preocupes”. La hija asintió con la cabeza y murmurando algo entre dientes desapareció de nuevo en la casa. Quería a su hija; la quería con ese amor callado de hombre de campo. Y sin embargo, aún queriéndola, le resultaba muy difícil hacérselo saber. A menudo, con los años, los gestos de cariño mueren antes de haber nacido. Sólo la mirada, en contadas ocasiones, fluía de padre a hija bañada de dulzura.
Era extraño, pero la memoria, tan caprichosa, no ahorraba detalle alguno cuando la recordaba apenas una niña caminando a su lado de la mano…Se parecía a ella, mucho. Ella se fue hace años, silenciosa, calladamente, sin estridencias. Se fue sin un quejido, se fue sin pedirle permiso; tal vez cansada. Recordó aquella tarde: estaba sentado a su lado, vigilando su sueño. Ella abrió los ojos, le miró largamente con una intensidad distinta; luego su pecho dejó de moverse, la mano pálida que él sujetaba se entregó dócilmente, vencida y triunfadora a un tiempo. La besó sobrecogido. Recuerda que miró la hora y recuerda que supo con certeza que algo suyo marchó con ella. Nada más. Hacía mucho tiempo de todo aquello pero aún lamentaba su ausencia; la buscaba entre sueños, la nombraba en el silencio acogedor de la noche y, a veces, aún sentía su cálida presencia en el hueco amable de la cama. Pensaba en ella a menudo: pensaba en ella ya sin dolor, sólo con una suerte de extrañeza.
Iba a llover, estaba seguro. No había conseguido acostumbrarse al clima caprichoso de aquella tierra. En la suya, el frío era frío y el calor, calor. En la suya el invierno duro dejaba paso a una primavera suave que moría en brazos de un verano sofocante de campos de miel y abejas, de cielos limpios y noches estrelladas. Aquí, el cielo azul dejaba paso, así de pronto, a espesos nubarrones que descargaban una lluvia pesada, somnolienta, a veces, furiosa. En ocasiones echaba de menos la llanura de su tierra, los campos sembrados, el río sinuoso y cantarín, la arbolada orilla. Su tierra.
En el balcón crecían bien las plantas: hermosos geranios apresados en tiestos, presuntuosas azaleas; los pequeños claveles se enredaban y trepaban entre los barrotes, descarados y desafiantes. Su hija se esmeraba cada primavera: los abonaba, los regaba y se enfadaba si alguien, distraído, maltrataba a sus plantas. Él, que pasaba allí tantos ratos, conocía bien cada una de estas plantas; las veía crecer día a día y se alegraba sólo con mirarlas. Vida.
Una mariposa extendió sus alas posada en el tallo verde de una planta. Abrió sus alas perezosamente: un diminuto universo anaranjado salpicado de puntitos negros desplegado, así de pronto, ante sus ojos. Tembló imperceptiblemente, apenas un segundo, y cayó al suelo como un pétalo. Se agitó débilmente, toda la energía de la vida concentrada en el vano intento de volar de nuevo. Él deseó con todas sus fuerzas que súbitamente desapareciera de su vista, bailando caprichosa, volando a ninguna parte. Concentró en ella su mirada como animándola. No era demasiado pedir, pensó angustiosamente. La mariposa yacía inerte en el suelo; el tiempo detenido en aquella pequeña mancha anaranjada, detenido también en los ojos del viejo que la contemplaba. Detenido el tiempo en su loca carrera a ninguna parte y sin embargo arrastrando con él todo vestigio de vida, sin pedir, ¡maldita sea!, permiso. El tiempo como un ladrón de guante blanco, elegante en sus maneras, escurridizo, cruel, inexorable.
Apenas queda ya tiempo desde que nacemos, tal vez desde que tenemos conciencia de que somos. Acaso, mejor la mariposa, que nace y muere sin conciencia, sin sentir sorpresa por vivir su propia vida. Acaso mejor ser mariposa, pensó el viejo. Pasar de la vida a la muerte sin sentir apenas nada; sólo volar y al fin, fatigado, dejar de batir las alas y transformarse en una mancha anaranjada y leve que el viento borrará de un soplido, sin dejar huella. Acaso…
Levantó los ojos al cielo que amenazaba lluvia, un viento suave comenzaba a agitar las copas de los árboles, rumor de hojas apenas audible. Los ojos del viejo preguntaban, siempre preguntas sin respuesta. Los ojos del viejo escondían una mirada acuosa e inocente; los ojos del viejo atesoraban la sorpresa por los años vividos. Los ojos del viejo miraban a la vida con la avidez de un recién nacido. Los ojos de aquel viejo aún tenían lágrimas para llorar por el brillo perdido de unas alas inútiles que ya no se movían. El viejo lloró sin saber por qué lloraba; lloró con rabia y con agradecimiento, lloró hasta el sosiego.
El cielo, esta vez compasivo, regó el asfalto sin hacer apenas ruido. Desde la casa se oyeron voces y risas, la radio hablaba para nadie.
El silencio resulta estridente, la oscuridad es más que un abismo.
Mayo de 2002

8 comentarios:

  1. Me alegra saber que escribes relatos, me ha gustado mucho; esa mezcla entre la profesión y la literatura es casi perfecta.
    Gracias por haberme permitido de forma agradable pasar este ratito.
    Un saludo.

    ResponderEliminar
  2. Y a mí me complace saber que te ha gustado: ¡gracias,y disfruta del fin de semana!

    ResponderEliminar
  3. Marilis ¿y si en vez de una mercería ponemos una editorial? Me ha gustado mucho, pon más entradas de estas, que seguro que hay cosa en los cajones y en los PAC, con tanta guardia, les gustará leer.

    ResponderEliminar
  4. Como siempre me has tocado "la fibra" con tanta dulzura y el buen escribir del que haces gala. No puedes evitar recordar la "primaria-primaria", tengo la suerte de haberla compartido contigo, pero desde donde estás ahora también aportas tu pequeño granito de arena con los pacientes.
    Buen fin de semana

    ResponderEliminar
  5. Yo, si es contigo, Laura, pongo desde una mercería hasta una tienda de sombreros, pasando por una editorial...Si no me muero de un ataque de vergüenza, iré colgando cosillas de estas. Besos.

    ResponderEliminar
  6. Pues sí, Cris, a veces la echo de menos, como tú...Gracias por los halagos. Besos.

    ResponderEliminar
  7. Haber, un poquito de porfavor;
    Estimada Jefa, creo que antes que nos convirtamos en el viejecito del relato, nos tenemos que dedicar a lo que realmente nos gusta, que te parece si nos dedicamos a la farándula? yo me nombro tu representante, es mas, ya he pensado en el seudónimo que utilizarías, haber si te gusta: " gerenta primaria-primaria".
    Ondo pasa eta gora pac

    ResponderEliminar
  8. ¡Goiko, eres un bitxo...! Lo de dedicarnos al mundo de la farándula, mola; lo de que seas mi representante, también; en cuanto a mi seudónimo: ¡pero si yo organizar, lo que viene a ser organizar, no organizo ni mi casa!
    En fin, buena guardia eta gora PAC!!!

    ResponderEliminar