Otoño en el Valle de Yerri |
Cumplía años en octubre, tal vez
por eso el otoño me trae su recuerdo. Era moreno, agitanado. Tenía la mirada
muy viva, oscura. Era de ademanes bruscos y palabra escueta. Irónico a morir,
socarrón, listo. Las manos increíblemente fuertes, duras, curiosamente se podían transformar en nido
acogedor para un pajarillo que nos mostraba con la mirada riente…y alguna vez
sostuvo con esas mismas manos a un erizo cuyas púas no hirieron ni por asomo
sus callosas palmas ante nuestra asombrada mirada. A veces, te ofrecía un
caramelo de menta, de esos que picaban muchísimo…Conviene no olvidar a aquellos
de quienes venimos, ni los tiempos ni los lugares de donde procedieron.
Pan blanco
El viejo autobús de línea se
detuvo chirriante frente a la casona. Los viajeros descendieron con premura y
se apresuraron a salvar los escasos metros que les separaban del umbral de la
puerta de la Venta Isabel. El día, que al otro lado del puerto de Lizarraga
había amanecido despejado, se había tornado desapacible; una espesa niebla les había
acompañado tras atravesar el túnel y la lluvia fina acharolaba ahora el
asfalto. La mayoría de los viajeros entraron en la venta, parada obligatoria,
con el fin de calentar sus gargantas con un sabroso caldo y desentumecer sus
huesos al calor del fuego chispeante. Él de buena gana hubiera seguido el mismo
camino, pero no estaban los tiempos para demasiadas alegrías. Se subió el
cuello del viejo abrigo y rebuscó en sus
bolsillos la petaca dispuesto a liarse un cigarrillo. Los dedos ágiles no
precisaban el control de la mirada, mirada que recorría el paisaje conocido y
que apenas había sufrido cambios desde que por primera vez lo atravesara en
busca de un mejor destino para él y su familia. De vez en cuando regresaba al
pueblo, allí vivían todavía su padre y una hermana, allí respiraba un aire que
echaba de menos en la ciudad que le había acogido. Reconocía que la ciudad le
había procurado el sustento para su prole, pero era un hombre de campo y,
orgullosamente, no renunciaba a sus orígenes. La vida no era fácil en la ciudad;
costaba llegar a fin de mes y la cartilla de racionamiento era escasa para
llenar tanta boca. Pero no se quejaba, otra vez su orgullo le impedía agachar
la cabeza y cuando visitaba su pueblo negaba las estrecheces de su nueva vida.
Había encontrado muy mayor a su padre, caminaba encorvado ayudado por un bastón
y la palabra ágil en otros tiempos se había tornado huidiza y escasa. Solo su
mirada seguía siendo la misma, mantenía el brillo de antaño aunque barnizado
por algo parecido a la docilidad: sí, estaba ya muy mayor. Sujetaba el pitillo
entre los labios y mantenía las manos hundidas en los bolsillos, el otoño se
deslizaba y los primeros fríos presagiaban la llegada de un invierno ya a la
vuelta de la esquina.
Los vio llegar entre la bruma y
masculló para adentro una maldición. Eran dos, el porte altanero les distinguía
del resto de los parroquianos. Sabía que no podría evitar que registraran su
escaso equipaje, no sentía temor; solo rabia y desesperación. Dio dos caladas
más al cigarrillo apurandolo antes de arrojarlo al suelo con gesto hosco. Cuando
llegó su turno, sus manos no temblaron al abrir la vieja maleta. Entre su
escasa ropa yacía el zacuto que su hermana le había preparado la noche
anterior; se lo había extendido con la mirada gacha, sin decir palabra, él
había musitado un apagado “gracias” y ella se había sonreído ladeando la
cabeza, evitando su mirada, sin tontadas... "¿Qué hay dentro?"-le preguntaron. Sacó el zacuto y lo abrió dejando ver su contenido; su mirada enfrentó aquellos
ojos escrutadores, duros e imperiosos, no bajó la cabeza ni alzó su voz en
demasía al contestar. “Ya lo ve usted”-les dijo, “Pan blanco y unas alubias”. Sus manos callosas y ásperas sostenían la hogaza de pan de dorada corteza.
“Vuelvo a casa después de visitar a mi padre en el pueblo, me lo ha dado mi
hermana; me esperan mujer y cuatro hijos, el quinto viene de camino. Usted
verá…” Sostuvo la mirada, ahora dura, altiva como su frente morena y a la vez
humilde como las manos que abrazaban el pan blanco y crujiente. Y algo vio su contrincante
en aquella batalla porque su voz y sus ojos se templaron y musitó un apresurado
“Guarde, guarde, guárdelo usted…” y se alejó con paso firme agitando levemente
las manos.
Marilis ... PRECIOSO .... me ha ENCANTADO.... Muchas gracias.
ResponderEliminarGracias a ti, guapaaaaa
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