La atención a los pacientes en el tramo final de la vida es una de las situaciones que más nos exige y que más nos aporta. Saber conjugar nuestros conocimientos y recursos científicos con nuestra calidad de personas es todo un reto, tal vez mayor que ningún otro. Aliviar, acompañar, consolar, supone un compromiso que una vez cumplido se traduce en paz, en satisfacción y, por qué no decirlo, en un rastro de tristeza...
SUERTE
Clavó en mí sus ojos y me pidió que le ayudara a ir a un sitio lejano, sin memoria y sin dolor, de donde no se pudiera regresar.
Carmen, ochenta años y una buena cabeza sobre sus hombros, se estaba muriendo. Tomé su mano y le prometí que su tránsito sería dulce, sin dolor y sin angustia. Le costaba mucho trabajo tragar las pastillas, tenía náuseas y el más pequeño movimiento le agotaba. Al día siguiente le expliqué que le iba a poner un aparato con la medicación necesaria: un pequeño pinchazo bastaría y luego quedaría relajada, tranquila y sin dolor. Asintió con la mirada y quise poner en mis ojos toda la dulzura que poseo.
Cuando fui a despedirme, abrió de nuevo los ojos; le susurré que volvería al día siguiente a la misma hora y ella, tomando mi mano, con una chispa de ironía en la mirada me dijo: “¿y si no nos vemos…?”. Emocionada y sonriente (¡qué extraña combinación!) acerté a contestarle: “si no nos vemos, suerte”; “eso, suerte” me respondió apretando mis dedos suavemente. Ya en la puerta volví la cabeza y le saludé con la mano, agitó la suya cansadamente.
Al día siguiente la encontré en su cama, dormía placenteramente; la calma habitaba en su rostro afilado, su pulso aún firme latía rítmico. No recobró la conciencia.
Murió día y medio más tarde, en paz. Murió en su cama de siempre, allí donde amó, donde cobijó su esperanza y sus desvelos; junto a la mesilla que sostenía su lectura. Murió en su alcoba, templo de su intimidad, rodeada de los suyos; murió en el lugar donde había vivido, donde había soñado.
Y cuando supe de su muerte respiré aliviada, satisfecha de haberle sido de ayuda, de haber contribuido a que su muerte fuera digna.
Y en las calles del pueblo la vida se derrocha a raudales, se derrama con descaro de espaldas a la noche.
Y a pesar de sentirme satisfecha una congoja difícil de explicar se aloja en mi garganta. Mi hijo, pura vida, me pregunta qué me pasa: nada guapo, es que estoy cansada, nada más. Y su parda mirada de trece años aplaca la marea de mis lágrimas, acurruca dulce su cabeza en mi costado y mi mano distrae la tristeza enredándose en el cielo cálido de su nuca adolescente. Suerte.
Verano 2003
Clavó en mí sus ojos y me pidió que le ayudara a ir a un sitio lejano, sin memoria y sin dolor, de donde no se pudiera regresar.
Carmen, ochenta años y una buena cabeza sobre sus hombros, se estaba muriendo. Tomé su mano y le prometí que su tránsito sería dulce, sin dolor y sin angustia. Le costaba mucho trabajo tragar las pastillas, tenía náuseas y el más pequeño movimiento le agotaba. Al día siguiente le expliqué que le iba a poner un aparato con la medicación necesaria: un pequeño pinchazo bastaría y luego quedaría relajada, tranquila y sin dolor. Asintió con la mirada y quise poner en mis ojos toda la dulzura que poseo.
Cuando fui a despedirme, abrió de nuevo los ojos; le susurré que volvería al día siguiente a la misma hora y ella, tomando mi mano, con una chispa de ironía en la mirada me dijo: “¿y si no nos vemos…?”. Emocionada y sonriente (¡qué extraña combinación!) acerté a contestarle: “si no nos vemos, suerte”; “eso, suerte” me respondió apretando mis dedos suavemente. Ya en la puerta volví la cabeza y le saludé con la mano, agitó la suya cansadamente.
Al día siguiente la encontré en su cama, dormía placenteramente; la calma habitaba en su rostro afilado, su pulso aún firme latía rítmico. No recobró la conciencia.
Murió día y medio más tarde, en paz. Murió en su cama de siempre, allí donde amó, donde cobijó su esperanza y sus desvelos; junto a la mesilla que sostenía su lectura. Murió en su alcoba, templo de su intimidad, rodeada de los suyos; murió en el lugar donde había vivido, donde había soñado.
Y cuando supe de su muerte respiré aliviada, satisfecha de haberle sido de ayuda, de haber contribuido a que su muerte fuera digna.
Y en las calles del pueblo la vida se derrocha a raudales, se derrama con descaro de espaldas a la noche.
Y a pesar de sentirme satisfecha una congoja difícil de explicar se aloja en mi garganta. Mi hijo, pura vida, me pregunta qué me pasa: nada guapo, es que estoy cansada, nada más. Y su parda mirada de trece años aplaca la marea de mis lágrimas, acurruca dulce su cabeza en mi costado y mi mano distrae la tristeza enredándose en el cielo cálido de su nuca adolescente. Suerte.
Verano 2003
Es increible!!!! lo mismo nos actualizas en conocimientos e intoxicaciones por "bichos raros" que nos haces pensar y hasta llorar con tus relatos sobre situaciones reales y que forman parte del día a día del "MEDICO" con mayúsculas que tiene que ayudar a sus pacientes durante su vida y cuando se despiden de ella
ResponderEliminarSigue así, es una gozada leerte.
¡Bueeenooo, Cris! ¡Va a ser que eres mi amiga...! Gracias, maja.
ResponderEliminarNo te conozco, Marilis. Pero trabajo en esto del final de la vida. Y muchas personas me preguntan que cómo podemos aguantar, que qué duro, que qué majos debemos ser... Yo les digo que es un privilegio. Y sólo algunos lo entienden, creo. Muchos piensan que es una forma de hablar, de darme importancia. Pero veo que otros sí lo compartís. Y además sabéis expresarlo mejor que yo. Gracias por ello. Como siempre estaré agradecido a personas como Carmen...
ResponderEliminarCreo que vuestro trabajo es tan duro como hermoso...y que la fuerza para llevarlo a cabo nace, en gran parte, de las personas a las que cuidais; les dais mucho y recibís de ellos otro tanto. Te honra tu agradecimiento.Un beso.
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