viernes, 26 de agosto de 2011

De estreno


Afortunadamente, en las guardias siempre hay parones en los que la charla distendida con los compañeros es una buena opción. Lo mismo se abordan asuntos relacionados con nuestro trabajo que temas más personales, se habla de lo divino y de lo humano…En una de estas ocasiones, hace ya tiempo, recordábamos hazañas de cuando éramos niños y jóvenes y un compañero, entre risas, rememoró para nosotros una escena ocurrida en el umbral entre su infancia y su adolescencia, y tomando prestada aquella historia escribí esta a la que titulé “De estreno”. Para todos y todas mis compañeros y compañeras de ayer y de hoy, con los que he compartido, comparto y espero seguir compartiendo guardias, trabajo, buenos y malos momentos, charlas, confidencias y muchas, muchas risas.

DE ESTRENO
El verano recién estrenado dejaba caer un sol de justicia. A aquella primera hora de la tarde no se veía un alma en la calle. Estaba solo, sentado en el único árbol a las sombra del parque, justo debajo de su casa. La verdad es que estaba aburrido; lanzaba al aire una piedrecita tras otra intentando distraerse mientras esperaba a reunirse con los suyos: ¡eran unos tardones!, ¿cómo podían necesitar tanto tiempo para acicalarse? Había discutido con su madre; ella se había empeñado en que se calzara esas horribles sandalias en lugar de sus eternas zapatillas. Ella decía que hacía un calor insoportable y que así, con las sandalias, los pies respiraban mejor: ¡vaya bobada…! Se miró los pies casi desnudos, le daban un poco de repelús: esos dedos tan largos y huesudos…Sin embargo, le gustaban sus piernas fuertes por el deporte y velludas, casi tanto como las de un adulto, o ¿tal vez eran ya las piernas de un adulto? La verdad es que últimamente había crecido mucho, casi era tan alto como su padre; esto también le complacía aunque se escurría tímido cuando alguien, a quien hacía mucho que no había visto, lo comentaba. Estaba sudando como un pollo a pesar de la ligera vestimenta que llevaba. Miró la hora por enésima vez, aburrido, y se llevó la mano a la frente para enjugarse el sudor. Sus dedos tropezaron con uno de esos malditos granos que en los últimos meses le afloraban en la cara para su desconsuelo. Nervioso, intentó arrancarlo sin poder evitar recordar las recomendaciones que su madre a menudo le hacía: “no los toques, se infectarán y te dejarán marcas. Son cosas de la edad”. ¡Pues sí que era una edad rara la suya! A veces era un tipo de lo más curtido y otras, las menos, eso sí, un crío. Un gorrión bebía afanoso en la fuente; entrecerró los ojos para calcular la distancia. Si no fuera una burrada, probaría a ver si le alcanzaba de una pedrada. No, no iba a hacerlo: él no era un tipo violento pero estaba tan aburrido…Bostezó escandalosamente y fue entonces, justo en la mitad de su bostezo, cuando la vio. Fijó en ella su mirada, al principio sin demasiado afán y luego con creciente interés. Calculó que tendría más o menos su edad. No era demasiado alta, tampoco bajita: era, sencillamente, perfecta. A medida que se acercaba centró su atención en la línea vertical del esbelto cuello y en el trazo horizontal dibujado por los ojos: ¡qué ojazos! Ella caminaba distraída, salpicando frescura a cada paso; la bolsa que colgaba de su hombro dejaba asomar una toalla de colores: probablemente, venía de la playa. La imaginó tumbada al sol después de un baño: pequeñas gotas de agua deslizándose juguetonas sobre la piel morena, el pelo húmedo extendido sobre la toalla rodeando su cara…Clavó la mirada en la boca: los labios jugosos dejaban escapar una media sonrisa. Pero toda la gracia anidaba en la curva deliciosa de su nuca bajo la coleta. Imaginó cómo sería la sensación de acariciar aquella piel justo en el nacimiento del cabello; enredar luego los dedos en el ensortijado pelo y viajar despacito, perezosamente, hasta acariciar con levedad la frente y las arqueadas cejas…Ella, inocente, ajena a su pensamiento, balanceaba el cuerpo al ritmo de sus pasos: sintió él el deseo de bailar al son de su música, aún más, de ser su melodía. Pasó a su lado, tan cerca que hubiera bastado con extender su mano para tocar el vuelo de la falda. Y sin embargo, turbado, desvió la mirada hacia el suelo mientras sentía latir la sangre en sus sienes con violencia inusitada. Ella dobló la esquina y desapareció de su vista. Se miró las manos y las vio por primera vez diferentes: eran las manos de un adulto sembradas de caricias. Su madre le llamó desde la puerta. Se levantó despacio, con desgana. Tenía quince años, aquella tarde la magia se vistió de piel morena. Verdaderamente hacía mucho calor, seguramente acabaría en tormenta.

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