Duelo
Era mi primer día de trabajo tras las vacaciones. La mañana iba bien, milagrosamente sin retrasos. Le llamé por su nombre y al mirarla mientras atravesaba el umbral de la puerta de la consulta me sorprendió su ropa negra, negrísima, que contrastaba con la blancura de la tez y el azul de su mirada. Cuando se sentó me pidió una receta para un colirio mientras colocaba encima de la mesa una cajita con el nombre del producto. Desvié mi mirada a la pantalla del ordenador y entonces empecé a entender: “DUELO” era el título del episodio creado hacía unos días. Le pregunté “¿qué ha pasado?”. Las lágrimas mojaron silenciosas sus mejillas; ese llanto sin tapujos, sin rubor, es el llanto más conmovedor que recuerdo haber presenciado.
Fue un sábado, me dice, el pequeño de sus dos hijos salió de casa poco antes del anochecer; vestido y peinado, “como un pincel”. Se iba de fiesta como acostumbraba y ella le despidió con un beso y con el consabido “pásalo bien y sé formal”, como siempre. Se lleva la mano al cuello y acaricia con los dedos una placa dorada que cuelga de una cadena fina y que lleva grabado el rostro de su hijo; saca luego de su cartera una foto y mi mirada se topa con la cara de aquel chaval, poco más que un adolescente, de sonrisa alegre y ojos chispeantes. Reconozco sus rasgos, le he visto alguna vez en la consulta. Me dice que ya cuando el día clareaba sonó el teléfono; contestó sobresaltado su marido y luego, el horror. Les dijeron que estaba muy grave, que el conductor había huido tras el atropello. A ella el corazón se le salía del pecho mientras, apresurados y muertos de miedo, se dirigían al hospital. Cuando llegaron les dijeron que había muerto…Y acaricia tiernamente la foto del hijo y me comenta entre lágrimas: “era guapo mi hijo, doctora, y bueno…”Y asiento con la cabeza y con un tímido “sí que lo era” que se me antoja tan poca cosa…Y sigue hablando y yo asintiendo; me dice que va todas las tardes al cementerio, que allí está bien, cerca de su niño. Que llora, llora mucho y que su marido, el hombre, comparte con ella la pena pero, claro, se impacienta y a veces le dice que hay que tirar para adelante y que no llore más…Ahora, me dice, irá a casa y preparará la comida y pondrá la mesa y volverá a confundirse y tendrá que retirar un cubierto que ya no tiene dueño. Y luego, todavía su marido y su otro hijo tardarán un rato, entrará en la habitación del pequeño, que ella mantiene limpio y ordenado como si estuviera a punto de regresar a casa, y se tumbará un ratito en su cama…Y a mí se me parte el alma porque la imagino allí en su soledad, en medio de su pena, buscando como una gata herida el aroma del hijo perdido, y la imagino luego limpiándose las lágrimas, no sea que la sorprendan allí de nuevo. Se limpia los ojos y la cara y, a pesar de todo, me sonríe; la mirada azul sembrada de pena y de nostalgia. Me atrevo entonces a romper la distancia de la mesa que nos separa y acarició apenas unos segundos su mano que estruja el arrugado pañuelo mientras le propongo una cita para dentro de unos días que ella acepta, creo, agradecida. Le acompaño hasta la puerta, pero la vuelvo a cerrar y tardo más de lo habitual en llamar al siguiente. Pedro entra renqueante con su bastón y con el gestó señalando repetidas veces el reloj de su muñeca se queja por el retraso. Le doy la razón, me disculpo y Pedro, que es muy listo, algo ve en mi cara que el bronceado no alcanza a disfrazar, y es él entones quien se disculpa y me dice “no se preocupe, doctora, es normal: a veces hace falta más tiempo” y yo asiento y se lo agradezco mientras le ayudo a acomodarse en su silla. Me doy cuenta de que la receta del colirio (¡qué ironía: era de unas lágrimas artificiales!) se nos ha olvidado en la impresora.
Y me muero de ganas de que pase la mañana y de abrir la puerta de mi casa; y de verles la cara y darles un beso; y de protestar porque han vuelto a dejar los envases de los yogures ya vacíos encima de la mesa, y porque la música está muy alta, ¡que la bajen inmediatamente!, y, además, no puede ser que los patines estén una vez más en medio de la sala, allí tirados…
Verano 2000
Era mi primer día de trabajo tras las vacaciones. La mañana iba bien, milagrosamente sin retrasos. Le llamé por su nombre y al mirarla mientras atravesaba el umbral de la puerta de la consulta me sorprendió su ropa negra, negrísima, que contrastaba con la blancura de la tez y el azul de su mirada. Cuando se sentó me pidió una receta para un colirio mientras colocaba encima de la mesa una cajita con el nombre del producto. Desvié mi mirada a la pantalla del ordenador y entonces empecé a entender: “DUELO” era el título del episodio creado hacía unos días. Le pregunté “¿qué ha pasado?”. Las lágrimas mojaron silenciosas sus mejillas; ese llanto sin tapujos, sin rubor, es el llanto más conmovedor que recuerdo haber presenciado.
Fue un sábado, me dice, el pequeño de sus dos hijos salió de casa poco antes del anochecer; vestido y peinado, “como un pincel”. Se iba de fiesta como acostumbraba y ella le despidió con un beso y con el consabido “pásalo bien y sé formal”, como siempre. Se lleva la mano al cuello y acaricia con los dedos una placa dorada que cuelga de una cadena fina y que lleva grabado el rostro de su hijo; saca luego de su cartera una foto y mi mirada se topa con la cara de aquel chaval, poco más que un adolescente, de sonrisa alegre y ojos chispeantes. Reconozco sus rasgos, le he visto alguna vez en la consulta. Me dice que ya cuando el día clareaba sonó el teléfono; contestó sobresaltado su marido y luego, el horror. Les dijeron que estaba muy grave, que el conductor había huido tras el atropello. A ella el corazón se le salía del pecho mientras, apresurados y muertos de miedo, se dirigían al hospital. Cuando llegaron les dijeron que había muerto…Y acaricia tiernamente la foto del hijo y me comenta entre lágrimas: “era guapo mi hijo, doctora, y bueno…”Y asiento con la cabeza y con un tímido “sí que lo era” que se me antoja tan poca cosa…Y sigue hablando y yo asintiendo; me dice que va todas las tardes al cementerio, que allí está bien, cerca de su niño. Que llora, llora mucho y que su marido, el hombre, comparte con ella la pena pero, claro, se impacienta y a veces le dice que hay que tirar para adelante y que no llore más…Ahora, me dice, irá a casa y preparará la comida y pondrá la mesa y volverá a confundirse y tendrá que retirar un cubierto que ya no tiene dueño. Y luego, todavía su marido y su otro hijo tardarán un rato, entrará en la habitación del pequeño, que ella mantiene limpio y ordenado como si estuviera a punto de regresar a casa, y se tumbará un ratito en su cama…Y a mí se me parte el alma porque la imagino allí en su soledad, en medio de su pena, buscando como una gata herida el aroma del hijo perdido, y la imagino luego limpiándose las lágrimas, no sea que la sorprendan allí de nuevo. Se limpia los ojos y la cara y, a pesar de todo, me sonríe; la mirada azul sembrada de pena y de nostalgia. Me atrevo entonces a romper la distancia de la mesa que nos separa y acarició apenas unos segundos su mano que estruja el arrugado pañuelo mientras le propongo una cita para dentro de unos días que ella acepta, creo, agradecida. Le acompaño hasta la puerta, pero la vuelvo a cerrar y tardo más de lo habitual en llamar al siguiente. Pedro entra renqueante con su bastón y con el gestó señalando repetidas veces el reloj de su muñeca se queja por el retraso. Le doy la razón, me disculpo y Pedro, que es muy listo, algo ve en mi cara que el bronceado no alcanza a disfrazar, y es él entones quien se disculpa y me dice “no se preocupe, doctora, es normal: a veces hace falta más tiempo” y yo asiento y se lo agradezco mientras le ayudo a acomodarse en su silla. Me doy cuenta de que la receta del colirio (¡qué ironía: era de unas lágrimas artificiales!) se nos ha olvidado en la impresora.
Y me muero de ganas de que pase la mañana y de abrir la puerta de mi casa; y de verles la cara y darles un beso; y de protestar porque han vuelto a dejar los envases de los yogures ya vacíos encima de la mesa, y porque la música está muy alta, ¡que la bajen inmediatamente!, y, además, no puede ser que los patines estén una vez más en medio de la sala, allí tirados…
Verano 2000
Yo, en estos momentos, tampoco necesitaría un colirio. Qué relato más triste =(
ResponderEliminarMarilis, mujer, que nos haces llorar.
ResponderEliminarPues....sí! Y eso que yo soy bastante juergas! Me saco las penas a base de emborronar papeles...
ResponderEliminarjoe!! las 9 de la mañana y llorando como una madalena! voy a hacer terapia contigo ....
ResponderEliminar¡Ja, ja...! ¡Terapia no, que no sé hacerla...pero café y charleta cuando quieras! Besos
ResponderEliminarImpresionante, es como estar contigo pasando consulta. Muy vivo, gracias por recordarme no perder de vista las cosas importantes.
ResponderEliminarGracias por tener tan linda profesión, gracias por poder ayudar.
Me gustaría mucho conocerte, tus relatos son excelentes.
Gracias a ti por tu amable comentario. Tienes razón en par de cosas: sí, mi profesión es muy hermosa, y sí, con frecuencia se nos olvidan las cosas realmente importantes...En cuanto a conocerme, seguramente te decepcionaría; ¡Soy más bicho de lo que pueda parecer! Gracias otra vez.
ResponderEliminar