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No me gusta conducir; creo que se me ha olvidado, si es que alguna vez he sabido hacerlo…De modo que habitualmente uso el transporte público para ir y volver del trabajo; lo hago en tren.
Cuando termina mi guardia, aunque la posibilidad de un desayuno relajado, café con leche, croissant crujiente y periódico, resulta tentadora, si renuncio a ella y acelero el paso consigo coger un tren al poco de salir y eso es lo que casi siempre hago. Coincido en el andén con los habituales, a fuerza de años (¡cómo vuela el tiempo!) muchos de ellos se han convertido en rostros familiares. A esta hora de la mañana son mayoría los estudiantes, a los que echo de menos cuando llega el verano; también los currelas son numerosos. Todos llevamos cara de sueño: no falla. De entre los habitantes del andén destaca un grupo de personas, chicos y chicas de entre veintipocos y treinta y tantos años, que se desplazan a su trabajo en unos talleres tutelados de una población cercana. En algunas de estas personas sus rasgos faciales permiten advertir sin duda la naturaleza de su déficit; en otros la apariencia, salvo por esa mirada inocente que todos comparten, no delata su deficiencia. La mayoría llegan acompañados de sus madres y, entre todos, constituyen un grupo variopinto y bullicioso que, invariablemente, despierta mi sonrisa. Aquí llega Ana, esta niña (¡Ay, Marilis: ya no es una niña! ¡No la infantilices innecesariamente!) de cara redondita y melena lisa, siempre bien peinada, sujetado el cabello a los lados de la cabeza por dos ganchos que parecen estar permanentemente en el mismo sitio. Ana viene siempre acompañada de su madre, una mujer de mi edad, de gesto reposado, voz grave y hablar pausado. Saluda la madre al resto del grupo y se sienta junto con Ana en un banco; Ana observa cómo su madre le prepara un bocadillo todas las mañanas allí sentada. Saca el pan de su bolso y lo parte con un crujido, casi se aprecia el aroma de pan recién horneado, lo abre por la mitad y coloca ordenadamente el sabroso fiambre, o el queso, o el membrillo. Sacude luego, cuidadosa, las escasas migas de su regazo y envuelve en un santiamén el bocadillo en el mismo papel que rodeaba antes el pan recién comprado. Pide a Ana que abra su bolso, una bandolera que cruza su pecho sobre el abrigo, y deja allí el almuerzo; revisa la madre que no le falte el pañuelo y le pasa luego, como distraída, la mano por la cara y por el pelo, mano que acaricia con la misma ternura con la que prepara el bocadillo de su hija, con la misma con la que, imagino, peina su liso cabello cada mañana. Llega también Luis, un chico alto y delgado, su mirada brilla detrás de unas pequeñas gafas ovaladas, siempre limpias. Tiene una piel fina y muy blanca, cuando llueve usa un gorro, de esos impermeables, que él comprueba repetidas veces con sus largas y pálidas manos si está bien colocado, como comprueba que el nudo de su bufanda esté centrado y los botones de su chaquetón atados del primero al último. Saluda siempre educadamente, no es demasiado charlatán; solo los lunes comenta con algún amigo los resultados de fútbol, contento si su equipo, que es el mío, ganó la víspera…Patxi se acerca al grupo colgado del brazo de su madre. Es grande y corpulento como un oso, saluda en voz muy alta, como si estuviera enfadado, pero no es así; simplemente, tiene un vozarrón acorde con su cuerpo. Se acerca a Mikel, un chaval algo más joven, y le da un coscorrón cariñoso que, no obstante, hace tambalearse levemente al pobre Mikel que, a pesar de todo, le brinda una sonrisa mientras guiña los ojos a velocidad de vértigo. Mientras tanto su madre charla entretenida con el resto, pero no le quita el ojo de encima, por si acaso…En breve llegará el tren y Patxi se mostrará especialmente nervioso; en cuanto lo oye, aún en la distancia, empieza a actuar como si fuera el jefe de estación, poniendo orden entre los usuarios, quejándose si cree que viene con retraso. Antes de montarse, se acercará a la madre, casi tan alta como él, y la abrazará con fuerza, a veces levantándola en el aire, y la colmará de besos, de esos besos que no besan al aire sino que besan la piel generosamente y con ruido, y la llamará ¡guapa! millones de veces Y ella se reirá abiertamente, dejándose hacer, alborozada. Entrañable Patxi, sin duda. Pedro apenas habla, su pequeña cabeza tal vez no atesora demasiadas palabras, tiene ojos de niño bueno y cara de hombre desvalido; los demás del grupo parecen cuidarle de forma especial, tal vez conscientes de su mayor fragilidad. Un poco apartada, apoyada contra la pared Julia fuma incesantemente. Su aspecto es algo descuidado, no habla con el resto y su mirada se mantiene tercamente fija en el suelo o se pierde no se sabe muy bien dónde, tal vez en otros mundos bien lejanos al andén que nos sostiene. Me pregunto cuál fue la causa, o el motivo si lo hay, y el momento en que su mirada se veló de esta manera.
Cuando termina mi guardia, aunque la posibilidad de un desayuno relajado, café con leche, croissant crujiente y periódico, resulta tentadora, si renuncio a ella y acelero el paso consigo coger un tren al poco de salir y eso es lo que casi siempre hago. Coincido en el andén con los habituales, a fuerza de años (¡cómo vuela el tiempo!) muchos de ellos se han convertido en rostros familiares. A esta hora de la mañana son mayoría los estudiantes, a los que echo de menos cuando llega el verano; también los currelas son numerosos. Todos llevamos cara de sueño: no falla. De entre los habitantes del andén destaca un grupo de personas, chicos y chicas de entre veintipocos y treinta y tantos años, que se desplazan a su trabajo en unos talleres tutelados de una población cercana. En algunas de estas personas sus rasgos faciales permiten advertir sin duda la naturaleza de su déficit; en otros la apariencia, salvo por esa mirada inocente que todos comparten, no delata su deficiencia. La mayoría llegan acompañados de sus madres y, entre todos, constituyen un grupo variopinto y bullicioso que, invariablemente, despierta mi sonrisa. Aquí llega Ana, esta niña (¡Ay, Marilis: ya no es una niña! ¡No la infantilices innecesariamente!) de cara redondita y melena lisa, siempre bien peinada, sujetado el cabello a los lados de la cabeza por dos ganchos que parecen estar permanentemente en el mismo sitio. Ana viene siempre acompañada de su madre, una mujer de mi edad, de gesto reposado, voz grave y hablar pausado. Saluda la madre al resto del grupo y se sienta junto con Ana en un banco; Ana observa cómo su madre le prepara un bocadillo todas las mañanas allí sentada. Saca el pan de su bolso y lo parte con un crujido, casi se aprecia el aroma de pan recién horneado, lo abre por la mitad y coloca ordenadamente el sabroso fiambre, o el queso, o el membrillo. Sacude luego, cuidadosa, las escasas migas de su regazo y envuelve en un santiamén el bocadillo en el mismo papel que rodeaba antes el pan recién comprado. Pide a Ana que abra su bolso, una bandolera que cruza su pecho sobre el abrigo, y deja allí el almuerzo; revisa la madre que no le falte el pañuelo y le pasa luego, como distraída, la mano por la cara y por el pelo, mano que acaricia con la misma ternura con la que prepara el bocadillo de su hija, con la misma con la que, imagino, peina su liso cabello cada mañana. Llega también Luis, un chico alto y delgado, su mirada brilla detrás de unas pequeñas gafas ovaladas, siempre limpias. Tiene una piel fina y muy blanca, cuando llueve usa un gorro, de esos impermeables, que él comprueba repetidas veces con sus largas y pálidas manos si está bien colocado, como comprueba que el nudo de su bufanda esté centrado y los botones de su chaquetón atados del primero al último. Saluda siempre educadamente, no es demasiado charlatán; solo los lunes comenta con algún amigo los resultados de fútbol, contento si su equipo, que es el mío, ganó la víspera…Patxi se acerca al grupo colgado del brazo de su madre. Es grande y corpulento como un oso, saluda en voz muy alta, como si estuviera enfadado, pero no es así; simplemente, tiene un vozarrón acorde con su cuerpo. Se acerca a Mikel, un chaval algo más joven, y le da un coscorrón cariñoso que, no obstante, hace tambalearse levemente al pobre Mikel que, a pesar de todo, le brinda una sonrisa mientras guiña los ojos a velocidad de vértigo. Mientras tanto su madre charla entretenida con el resto, pero no le quita el ojo de encima, por si acaso…En breve llegará el tren y Patxi se mostrará especialmente nervioso; en cuanto lo oye, aún en la distancia, empieza a actuar como si fuera el jefe de estación, poniendo orden entre los usuarios, quejándose si cree que viene con retraso. Antes de montarse, se acercará a la madre, casi tan alta como él, y la abrazará con fuerza, a veces levantándola en el aire, y la colmará de besos, de esos besos que no besan al aire sino que besan la piel generosamente y con ruido, y la llamará ¡guapa! millones de veces Y ella se reirá abiertamente, dejándose hacer, alborozada. Entrañable Patxi, sin duda. Pedro apenas habla, su pequeña cabeza tal vez no atesora demasiadas palabras, tiene ojos de niño bueno y cara de hombre desvalido; los demás del grupo parecen cuidarle de forma especial, tal vez conscientes de su mayor fragilidad. Un poco apartada, apoyada contra la pared Julia fuma incesantemente. Su aspecto es algo descuidado, no habla con el resto y su mirada se mantiene tercamente fija en el suelo o se pierde no se sabe muy bien dónde, tal vez en otros mundos bien lejanos al andén que nos sostiene. Me pregunto cuál fue la causa, o el motivo si lo hay, y el momento en que su mirada se veló de esta manera.
Estas son algunas de las personas que comparten andén y tren conmigo muchas mañanas. Llega el tren y nos montamos apresurados; ellos, curiosamente, parecen ignorarse, incluso se sientan separados innecesariamente y lo que apenas unos segundos antes eran risas y palabras, se traduce en silencio y gesto inexpresivo, como si la ausencia de las madres se hubiera llevado la cohesión del grupo. Al poco el tren se detiene de nuevo; les veo salir uno tras otro y reagruparse, de nuevo, como un enjambre en torno a las cuidadoras que vienen en su busca; saludos afectuosos y de nuevo risas, peleas y escarceos por asir la mano de las tutoras, adivino sus ojos sembrados de ternura gratuita. Les veo marchar mientras el tren arranca despacito, la mañana se despierta perezosamente al ritmo de su traqueteo.
Enero 2012
Enero 2012
Me ha encantado. No sé cómo es posible que esto no esté lleno de comentarios... Lo guardaré para sacar una sonrisa cuando me haga falta;)
ResponderEliminarBuenas noches!
¡Gracias, Ana! Buen día.
ResponderEliminarPrecioso. Un placer leerte
ResponderEliminarEskerrik asko, Rafa!
ResponderEliminarBueno Luisa, sabes que sigo estas “perladas” tuyas aunque es la primera vez que comento. Descubrir la belleza de lo cotidiano está al alcance de unos pocos afortunados (felices ellos), saber mostrarlo a los demás es un privilegio aun más raro. Tú tienes ambas cosas, cuídalas y sigue haciéndonos partícipes.
ResponderEliminarBesos.
.rafa
¡Jooooo...! ¡Si me dices esas cosas tan bonitas, no me queda más remedio que seguir escribiendo "perladas"!Verás, yo trato de espantar mis agobios y penitas con estas cosillas...Buen día, "perlao". Besos.
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