Comentaban mis hijos hace unos días, mientras tomábamos un aperitivo en un bar cercano a nuestro domicilio, los cambios ocurridos en los comercios del barrio a través de los años, y recordaban con nostalgia aquella librería/papelería de su infancia hoy en día inexistente y que les surtió durante sus años escolares de cuadernos, lápices, pinturas y demás artilugios…También les suministraba las canicas, los sobres de cromos y los complementos para carnavales y festejos del estilo…Me hizo gracia la conversación porque era similar a la que mantuvimos no hace demasiado tiempo mis hermanos y yo en la sobremesa de una comida familiar. Las miradas de mis hijos destilaban una nostalgia parecida a la mía y a la de mis hermanos por la infancia pasada, mientras sus palabras dibujaban parte del mapa de su niñez describiendo con detalle el barrio donde han crecido.
El barrio en el que crecí ha cambiado mucho; algunos de sus personajes hace tiempo que no existen en la ciudad que ahora habito y el paso del tiempo los ha convertido en elementos pintorescos. Por la mañana, tempranito, aparecía Juliana, la casera, llevando las riendas de su carro tirado por la yegua color canela de andar cansino, que compartía taciturnamente el asfalto con el tráfico de coches, entonces mucho más escaso que el de nuestros días. Accionaba Juliana el freno y descendía de su carro para atender a las mujeres que se le acercaban en busca de la verdura recién cortada de su huerta: las lechugas brillantes escondían a veces entre sus hojas pequeños limacos y otros bichos del estilo, las zanahorias con su penacho verde, a veces de caprichosas formas y tamaños variables bien distintas a las que ahora estamos acostumbrados que son todas idénticas, solían tener restos de tierra húmeda pegados; los manojos de puerros convivían con las achicorias, las coliflores, las manzanas de excelente sabor y escaso brillo…Ofrecía también Juliana la leche de sus vacas, una leche que recuerdo que mi madre hervía largamente (debía “subir” al menos tres veces…) y que dejaba una nata espesa y amarilla: ¡qué sabrosa merienda sobre una rebanada de pan y aderezada con una fina lluvia de azúcar! En primavera, tenía también flores, recuerdo los ramos de margaritones y otras flores violetas cuyo nombre desconozco y que adornaban hasta languidecer en el jarrón de nuestra sala; mi madre añadía a su agua una aspirina porque le habían dicho que así, con la aspirina, duraban más tiempo. Juliana dejó de venir, así de pronto, y su presencia cotidiana se esfumó sin dejar huella.
Tomás y Abundio siempre iban juntos, y siempre discutiendo, era increíble. Tomás era el ciego (entonces se les llamaba “ciegos” y no resultaba malsonante) que vendía los cupones. Llevaba siempre un traje azul muy oscuro, tanto como las impenetrables gafas que escondían sus ojos; era un hombre bajo y rechoncho, de piel cetrina y manos diestras, voceaba sin demasiada estridencia aquella enigmática leyenda que hoy, todavía, no comprendo: “¡Diez y veinte iguales para hoooooy! En aquella época, no había esos quioscos donde actualmente se resguardan y Tomás solía estar apostado durante largas horas junto al semáforo, el único semáforo, que había en toda la calle. Abundio era su compañero inseparable; un hombre también pequeño y desgarbado que hablaba mucho y en tono alto con una habilidad pasmosa, sujetando entre sus labios un cigarrillo que parecía eterno. Abundio vendía “el periódico”; solo el periódico, porque los tebeos del domingo, “Tío Vivo” y “Pulgarcito” para más señas, los compraba mi padre religiosamente en el estanco de Diego de debajo de mi casa y cabe señalar que hasta que él, o sea mi padre, no los leía de cabo a rabo y entre carcajadas, no caían en nuestras avariciosas manos infantiles. Abundio tampoco tenía quiosco y cuando llovía, tiraba de Tomás presuroso hasta guarecerse en un bar cercano frente a un vino con otros parroquianos. Ellos también se hicieron mayores, aunque me cuesta creer que no nacieran ya mayores, y un día dejaron mi calle huérfana de su presencia.
Ángel era el sereno, supongo que el antecesor de lo que hoy es un guardia de seguridad. Recuerdo que Ángel vestía siempre una amplia capa de paño azul, provista de enormes y enigmáticos bolsillos, las llaves de los portales tintineaban a su paso. Era un hombre corpulento; de voz como de radio, grave y bien timbrada; de saludo amable y risa fácil, sereno como su oficio. A veces, cuando volvíamos tarde a casa acompañados de mis padres, mi padre se quedaba conversando un rato con él en el portal de nuestra casa, supongo que de fútbol y esas cosas, y subíamos a casa dejando a Ángel allí charlando con mi padre un ratillo…Ángel solía descansar en nuestro portal, que es amplio, mientras comía un bocadillo a media noche y recuerdo que a mí me causaba mucha extrañeza que nunca durmiera en su casa y me daba un poco de tristeza imaginarlo allí, solo, mientras los demás descansábamos en nuestras camas, protegidos por Ángel embozado en su capa azul de paño grueso y bolsillos misteriosos. Luego él también desapareció, mucho antes de que mi adolescencia despuntara y el portero automático borró el recuerdo de su simpática y tranquilizadora presencia.
Y había muchos más personajes en el barrio de mi infancia, evocarlos me llena de nostalgia y empaña mi mirada de un ayer que hoy, que es mi cumpleaños (¡y no os pienso decir los que me caen!), se me antoja tan amable como lejano. ¡Aaaaay!
El barrio en el que crecí ha cambiado mucho; algunos de sus personajes hace tiempo que no existen en la ciudad que ahora habito y el paso del tiempo los ha convertido en elementos pintorescos. Por la mañana, tempranito, aparecía Juliana, la casera, llevando las riendas de su carro tirado por la yegua color canela de andar cansino, que compartía taciturnamente el asfalto con el tráfico de coches, entonces mucho más escaso que el de nuestros días. Accionaba Juliana el freno y descendía de su carro para atender a las mujeres que se le acercaban en busca de la verdura recién cortada de su huerta: las lechugas brillantes escondían a veces entre sus hojas pequeños limacos y otros bichos del estilo, las zanahorias con su penacho verde, a veces de caprichosas formas y tamaños variables bien distintas a las que ahora estamos acostumbrados que son todas idénticas, solían tener restos de tierra húmeda pegados; los manojos de puerros convivían con las achicorias, las coliflores, las manzanas de excelente sabor y escaso brillo…Ofrecía también Juliana la leche de sus vacas, una leche que recuerdo que mi madre hervía largamente (debía “subir” al menos tres veces…) y que dejaba una nata espesa y amarilla: ¡qué sabrosa merienda sobre una rebanada de pan y aderezada con una fina lluvia de azúcar! En primavera, tenía también flores, recuerdo los ramos de margaritones y otras flores violetas cuyo nombre desconozco y que adornaban hasta languidecer en el jarrón de nuestra sala; mi madre añadía a su agua una aspirina porque le habían dicho que así, con la aspirina, duraban más tiempo. Juliana dejó de venir, así de pronto, y su presencia cotidiana se esfumó sin dejar huella.
Tomás y Abundio siempre iban juntos, y siempre discutiendo, era increíble. Tomás era el ciego (entonces se les llamaba “ciegos” y no resultaba malsonante) que vendía los cupones. Llevaba siempre un traje azul muy oscuro, tanto como las impenetrables gafas que escondían sus ojos; era un hombre bajo y rechoncho, de piel cetrina y manos diestras, voceaba sin demasiada estridencia aquella enigmática leyenda que hoy, todavía, no comprendo: “¡Diez y veinte iguales para hoooooy! En aquella época, no había esos quioscos donde actualmente se resguardan y Tomás solía estar apostado durante largas horas junto al semáforo, el único semáforo, que había en toda la calle. Abundio era su compañero inseparable; un hombre también pequeño y desgarbado que hablaba mucho y en tono alto con una habilidad pasmosa, sujetando entre sus labios un cigarrillo que parecía eterno. Abundio vendía “el periódico”; solo el periódico, porque los tebeos del domingo, “Tío Vivo” y “Pulgarcito” para más señas, los compraba mi padre religiosamente en el estanco de Diego de debajo de mi casa y cabe señalar que hasta que él, o sea mi padre, no los leía de cabo a rabo y entre carcajadas, no caían en nuestras avariciosas manos infantiles. Abundio tampoco tenía quiosco y cuando llovía, tiraba de Tomás presuroso hasta guarecerse en un bar cercano frente a un vino con otros parroquianos. Ellos también se hicieron mayores, aunque me cuesta creer que no nacieran ya mayores, y un día dejaron mi calle huérfana de su presencia.
Ángel era el sereno, supongo que el antecesor de lo que hoy es un guardia de seguridad. Recuerdo que Ángel vestía siempre una amplia capa de paño azul, provista de enormes y enigmáticos bolsillos, las llaves de los portales tintineaban a su paso. Era un hombre corpulento; de voz como de radio, grave y bien timbrada; de saludo amable y risa fácil, sereno como su oficio. A veces, cuando volvíamos tarde a casa acompañados de mis padres, mi padre se quedaba conversando un rato con él en el portal de nuestra casa, supongo que de fútbol y esas cosas, y subíamos a casa dejando a Ángel allí charlando con mi padre un ratillo…Ángel solía descansar en nuestro portal, que es amplio, mientras comía un bocadillo a media noche y recuerdo que a mí me causaba mucha extrañeza que nunca durmiera en su casa y me daba un poco de tristeza imaginarlo allí, solo, mientras los demás descansábamos en nuestras camas, protegidos por Ángel embozado en su capa azul de paño grueso y bolsillos misteriosos. Luego él también desapareció, mucho antes de que mi adolescencia despuntara y el portero automático borró el recuerdo de su simpática y tranquilizadora presencia.
Y había muchos más personajes en el barrio de mi infancia, evocarlos me llena de nostalgia y empaña mi mirada de un ayer que hoy, que es mi cumpleaños (¡y no os pienso decir los que me caen!), se me antoja tan amable como lejano. ¡Aaaaay!
Donostia, febrero 2012
¡Zorionak Luisa! Bonito retrato de tu barrio, aunque te he visto pelín nostálgica, seguro que sigue habiendo los mismos o parecidos personajes entrañables, ¡joder! no me puedo creer que seas de la época en la que había sereno, uy, uy,uy…
ResponderEliminarEskerrik asko! Y...sí, había un sereno y te recuerdo, que SOLO soy unos días más vieji que tú...
ResponderEliminarSon estupendos recuerdos, para acompañarnos toda la vida, ésta y parte de la otras ;-).
ResponderEliminarES curioso que todos nos sintamos identificados,en una generación, en diferntes barrios y ciudades casi de la misma manera.
Un abrazo