Desde hace una temporada larga participo en un coro. Digo participo porque cantar es otra cosa…A mí me encanta cantar, pero de momento me conformo con intentar seguir la partitura y tratar de poner la voz donde ella dicta; todo se andará. Mi coro es uno de los varios que hay en una población cercana a mi domicilio; ensayamos un par de días a la semana por la tarde y, aunque a veces sobre todo en invierno, me da un poco de pereza abandonar mi casa calentita y desplazarme hasta allí, el esfuerzo me compensa con creces. Me desplazo en autobús, aunque los días ya van alargando, todavía cuando regreso a casa es de noche. A esa hora son escasas las personas que cogen el autobús a la vez que yo, casi siempre somos los mismos. Últimamente suelo hacer el corto trayecto en compañía de una mujer que, calculo, tendrá más o menos mi edad. Su rostro a fuerza de coincidir en la parada ya me era familiar y hace unas semanas se quedó sin saldo en su tarjeta de transporte y como la vi apurada pagué yo el importe de los dos billetes. Se mostró agradecida y nos sentamos juntas. Y claro, empezamos a hablar. Bueno, ella más que yo, seguro que es que tiene más cosas que contar. Además a mí, que soy muy curiosa, me gusta muchísimo escuchar…Es de Nicaragua, lleva ya siete años viviendo aquí y está contenta. Vive en San Sebastián, muy cerca de donde yo vivo y trabaja en una casa desde hace algo más de un año. Todas las noches regresa a su casa después del trabajo en el mismo autobús que compartimos un par de días a la semana. Es una mujer pequeña, rechoncha y coqueta. Siempre va bien peinada, su ropa es humilde y con frecuencia rodea su cuello con un pañuelo de colores, le sienta bien a su piel morena. Los labios carnosos bien pintados; las uñas pulcras, pintadas de un tono suave y un par de anillos sencillos adornan sus manos que acompañan con suavidad a las palabras. Habla mucho, despaciosamente y con ese tono dulce propio de su tierra; a veces dudo sobre si ha terminado o no la frase que le ocupa, de modo que espero un poco antes de contestarle…Siento mi propia voz increíblemente grave frente a la suya, tan melodiosa, y mis movimientos son también muy bruscos si los comparo con esa forma sinuosa que tiene ella de moverse. Es de risa fácil, cantarina; me gusta oírle reír, aunque a veces no entiendo bien los motivos por los que lo hace…Pero consigue contagiarme y nos reímos al unísono, casi como en un coro bien timbrado. Tiene tres hijas; una se quedó en Nicaragua y las otras dos viven con ella aquí. La pequeña estudia un grado y la mayor está casada y tiene una niña de seis años. Le brillan los ojos cuando habla de su nieta; dice que es muy bonita y muy lista, va al cole y ya sabe mucho euskera, la profesora les dice que va muy bien, ”que vale para estudiar” señala la abuela orgullosa, frunciendo los carnosos labios y asintiendo con la cabeza repetidamente. ¡Claro!, le digo y pienso que todas las abuelas son iguales, las nacidas en Nicaragua y las nacidas aquí, por lo menos, creo que son idénticas.
A mí me complace escucharle mientras habla, me da lo mismo que me cuente cosas de su país que añora pero al que no tiene pensado volver, como de su vida de aquí; me gusta esa forma peculiar que tiene de elegir algunos términos castellanos poco habituales en estas latitudes; me gusta su charla amable, oírle hablar sobre su día a día que es, a fin de cuentas, parecido al mío pero que en su boca se viste de colores bien distintos. El trayecto dura poco y aún recorremos unas calles juntas caminando hasta la esquina en que nos separamos. Nos decimos adiós y creo que las dos nos alegramos cuando al cabo de unos días nos encontramos de nuevo en la parada, ella con su pañuelo de colores y yo con mi carpeta sembrada de música; ella con su andar cadencioso y yo con mi paso desgarbado; ella con su vida y yo con la mía, ella con su aguda voz y yo con la mía de contralto desafinada... Y es un placer tratar de armonizar las voces, como en un coro.
Así suena mi coro:
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