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La imagen es de aquí, pero...¡el original está en mi sala! (Mila esker, Rafa!) |
El peor día del año
Todos los años por aquellas
fechas se repetía la misma o parecida escena. El tío Eusebio salía de su casa
bien temprano, casi como si huyera…Dejaba empantanado el trabajo de la herrería
y no volvería hasta haber sobrepasado con creces el mediodía. Su mujer, Lucia
(no Lucía, sino “Lúcia”, que así era su nombre), le veía marchar, con la cabeza
gacha y la boina bien encasquetada, parapetada tras las cortinas de la ventana
de su cocina: “¡Demonio de hombre…!” pensaba
y sacudía la cabeza incrédula mientras se secaba las manos en el delantal,
preparándose para la faena. En breve llegaría el matarife y también algunos
vecinos para echar una mano. Y es que la matanza del cerdo era una tarea que
necesitaba de muchas manos y las de Eusebio bastante trabajo tenían con sujetar
el pañuelo…Atravesaba la plaza del pueblo a paso rápido, confiando en no
cruzarse con algún vecino al que tener que hurtar el saludo para evitar que le
viera la cara de compungido que llevaba y para ahorrarse también algún que otro
comentario socarrón. La verdad es que costaba reconocer en la misma persona al
Eusebio cabal, serio y que no se achantaba ante nadie o casi nadie, fuera más
rico, más fuerte o más sabio que él, y a este de hoy que abandonaba su casa y
su trabajo, incapaz de permanecer cerca del lugar donde se llevaría a cabo lo
que él consideraba una atrocidad a todas luces. Iba el hombre, fastidiado,
mascullando en voz baja una retahíla de lamentos que en nada aliviaban el
malestar que le embargaba. Cuando dejaba atrás la plaza, terreno que él
consideraba más peligroso, aminoraba un poco el paso para recuperar el resuello
y encarar la recta calle que le abocaría al final del pueblo y enfilar sus
pasos hacia el regadío. Casi al final de la calle, Ignacio esperaba en el
umbral de su puerta fingiendo una casualidad que no engañaba a ninguno de los
dos amigos. “¿Qué vida, Eusebio…?” usaba a modo de saludo; retórica pregunta
porque ya conocía de sobra la respuesta. Eusebio se paraba con desgana y,
acompañando las palabras con una torva mirada, se quejaba con amargura: “El peor día del año, el peor de todos…”
y seguía “más quisiera comer todos los
días del año pan, alubias y guindillas y no hacerle “esto” al pobre animal…”,
“¡tenerlo en casa todo el año, criarlo,
para esto…!” y sacudía la cabeza lastimeramente, con auténtica
desesperación y buscaba su pañuelo con premura y lo restregaba con rabia por
los ojos y por su cara, secando con torpeza, desabridamente, las lágrimas que
traidoras desbordaban la frontera de sus párpados…”Pero, hombre, Eusebio-le decía Ignacio- no te pongas así, que es un cerdo…”. “¿Cómo quieres que me ponga, pues? le contestaba el pobre Eusebio tan
triste como enfadado…”Si es que no lo
puedo remediar: ¡malo me pongo, malo!” y era la pura verdad. “Pues, chico, el próximo año no criéis, si
te llevas tan mal rato…” le decía Ignacio, compasivo. “¡Sí, -espetaba el otro- lo
que faltaba! ¡Dile a esa…, buena se va a poner!”. “Esa” era la pobre Lucia,
a la que habitualmente trataba con sobrio respeto. Y con esta o parecida frase,
acababa el pobre intento de Ignacio de solucionar tan terrible conflicto, y se
despedía de Eusebio que reemprendía el camino cariacontecido, otra vez la
cabeza gacha y el pañuelo bien a mano, por si acaso. Ignacio sabía que su amigo
pasaría una temporada larga alimentándose sin catar bicho, incapaz de hincar el
diente en los guisos sabrosos que su mujer elaboraba con la carne del gorrino.
Al fin llegaba el tío Eusebio a
su destino y se perdía entre los esbeltos chopos buscando consuelo y refugio
para sus lágrimas en el rumor de las ramas agitadas por el viento que,
bondadosamente, silenciaría también sus inevitables y escandalosos hipidos.
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