“Paseo nocturno” lo escribí hace
mucho tiempo, años…Cuando relees algo que has escrito hace tiempo, suele
suceder que sientes que ha perdido parte de su sentido. Sin embargo, esto no me
ha pasado en esta ocasión: sigo paseando por las noches, recorro los mismos
escenarios y mi imaginación vuela por mis paisajes interiores. Claro, algunos
de ellos se van difuminando con el paso del tiempo y otros empiezan a esbozarse
todavía con trazo inseguro…Cuando escribí “Paseo nocturno”, me acompañaba Robin,
mi perro, pero ya no está; desde hace un par de años lo hace Nola, mi nueva
colega. Nola es preciosa, una perrita buena, dócil, algo tímida y tan dulce que
le suelo cambiar de nombre y le llamo Gominola…A ella no parece importarle, ¿os
gusta mi Nola?
PASEO NOCTURNO
Pasear por la noche con mi
perro es un placer.
Es a veces el aire frío y el
cielo estrellado la única compañía que deseo cercana. Me aíslo del mundo y me
permito mirarme hacia adentro con descaro. Caminar lentamente a diario,
recorriendo cada noche el mismo trecho, adentrándome cada noche, sin embargo,
por distintos senderos. Me da una extraña paz saberme entonces sola. Vuela mi
imaginación quién sabe dónde; vuela a veces buscando mi niñez, repasa mi
juventud ya lejana, recorre dulce la
infancia de mis hijos o se para en los pequeños detalles y problemas del día a
día. Otras, va más lejos e imagina un mañana aun sabiendo que será bien
distinto a como lo dibuja.
Breve paseo en soledad sin
otra mirada diferente a la que asoma a los ojos fieles de mi perro y a esa otra
mirada inmensa del cielo sobre mi cabeza. A veces, la noche me regala el brillo
plateado de la luna; se me van los ojos tras ella como si tuviera la respuesta
adecuada a cada una de mis preguntas. Suspendida, flotando en la negrura del
cielo, me ofrece vanidosa su belleza iluminada; la misma que ostentaba desde el
principio de los días, la misma que lucirá más allá de mi paso por la tierra.
Me sobrecoge pensar que esta luna que me observa fue, es y será mudo testigo de
millones de paseos solitarios. La luna blanca derramando hilos de plata en la
inmensa campana del cielo; tan solitaria como yo, tan familiar y tan
desconocida como cada uno de nosotros.
Paseo en solitario; noche
mágica, silenciosa. Ausencia de palabras en los labios, hablarse a una misma
solo un instante: ya regalamos demasiadas palabras a oídos extraños. Momento
breve de reflexión: mis pasos, mi perro y la noche. Mi pensamiento inquieto,
conciencia de ser, de existir. Me esfuerzo por no entender, por no entenderme;
tal vez es entonces cuando empiezo a hacerlo. Simplemente, vida; frío en la
cara y calor en las manos. Infinidad de células que dan forma al cuerpo, sangre
roja y cálida que llega rítmica al cerebro; un músculo que se contrae sin pedir
permiso y uniéndose a otros tantos dibuja un paso lento que sigue a otro, noche
tras noche trazando senderos. Vida que da vida.
Noche que me hace pensar que, acaso, lo importante no es estar viva,
sino ser vida; formar parte de esa vida que contempla la luna silenciosa desde
que el mundo es mundo. La luz blanca, casi insultante, de la luna me hace
pensar que, acaso, la vida que encierro no es sino una ilusión, tal vez una
falsa pertenencia, como el brillo de plata que ella toma prestado del sol…
Vuelvo lentamente a casa por
la noche, me acompaña mi perro y al abrir con la llave la puerta de mi hogar,
siento que soy vida entre la vida, cálida sensación de no saberme sola. Nada
que entender, simplemente vida.
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