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No me gusta madrugar…Soy muy dormilona y de ese
tipo de personas que se despierta de mal humor, a las que es mejor no hablar
hasta haber pasado un buen rato tras abrir los ojos, ¡qué le vamos a hacer! De
modo que mi trabajo en el PAC me permite levantarme más tarde que a muchos
currelas de a pie; el desayuno
prolongado, la radio, la prensa a primera hora de la mañana son un placer
y además, aunque las noticias no suelen
ser para tirar cohetes en los tiempos que corren, mis rutinas y esta manera de
empezar el día sin prisas contribuyen a que mi mal humor se disipe más pronto
que tarde…Como contrapartida, solo veo amanecer los días en que acaba mi guardia.
Claro que estos momentos poco tienen que
ver con el amanecer de tantos y tantas que, presurosos, no pueden disfrutar del espectáculo de ver
nacer el día…Porque es un espectáculo, sea invierno o verano, haga frío o
calor.
Mi guardia de hoy ha sido
tranquila, sin sobresaltos; he visto a mi último paciente a eso de las 4:45 y
luego ya me he espabilado y me ha sorprendido el aroma del café sin haber conciliado
el sueño. Hasta entonces, me he cantado mil canciones por componer y me he contado mil historias sin argumento; a
falta de interlocutores, una misma se basta y se sobra para estos diálogos, para preguntarse y para
contestarse; lo bueno es que aunque discuta, casi siempre llego a ententes cordiales…
El café estaba buenísimo. He
mirado luego la evolución del único paciente que he enviado al hospital: ni tan
mal, parece que no he errado demasiado. Luego, la puerta del centro de salud
abierta de par en par, mientras E. limpiaba con su habitual aplicación,
invitaba a asomarse a la calle. Era justo ese momento en el que la luz va
ganando terreno a las sombras, en el que el alba se puede confundir con el ocaso.
Hacía fresquito, he cruzado las solapas de mi bata para protegerme. Me gusta
este silencio que envuelve a la mañana. Las calles están vacías, se ven algunas ventanas iluminadas en los
edificios cercanos; una mujer levanta su persiana y se asoma un instante, aún
en pijama. Convive la luz de las farolas con la incipiente claridad del día, se
van dibujando los contornos de este paisaje urbano y familiar desde hace ya un
buen puñado de años. El mar debe estar bravo, me llega su rumor acompasado.
Levanto la mirada y disfruto de
una hermosa alborada: entre un par de edificios cercanos se alza un árbol,
esbelto, su copa apunta al cielo preñado hoy en su parte baja de una neblina de
color indefinible, más arriba se muestra limpio de un gris azulado, terso como
el raso y aún más arriba una luna estrecha y en menguante parece sonreír a la
mañana. Allí, cerquita, una estrella
parpadea orgullosa, como un brillante, compitiendo luminosa con la blancura
nacarada de la luna…Placer de placeres: yo, allí, arrebujada en mi bata blanca
contemplando tanta hermosura. Y el silencio. Apostado en un saliente del tejado
que me cobija, un mirlo negro de pico anaranjado mira, como yo, hipnotizado el
paisaje, dibujada a cincel su silueta. En unos segundos gana la luz a las
sombras y el ave, sin previo aviso, emprende el vuelo. Como yo, pienso, vuela
él a sus quehaceres…Y me desperezo sin testigos, golosamente. Me espera el día
hasta el ocaso, ojalá que mis labios se curven muchas veces en sonrisas a lo
largo de este día, emulando así a la luna menguante que aún distingo.
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