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Para los que, con sus palabras, pintan la infancia de colores...
¡Otro más, tío!
El tío Eusebio era herrero; solo sus manos eran dignas de su oficio. Eran grandes y fibrosas, contrastaban con el cuerpo menudo de aquel hombre enjuto y de baja talla. Dicen que no fue a la mili por su escasa estatura, aunque él, orgulloso, sostenía que se libró por ser el sustento de sus ancianos padres… ¡Vaya usted a saber! Eusebio era un hombre serio, poco hablador: “El que no habla, no yerra”, solía decir. Solo no ahorraba palabras cuando, a diario, ya de anochecida bajaba la calle con las manos embutidas en los bolsillos de su vieja zamarra, de camino a la casa del abuelo Ignacio, cuñado y, sobre todo, amigo. Las palabras entonces bullían ya en su cabeza maquinando el cuento que contaría, después de la tertulia con el abuelo Ignacio, a la niña. Se sonreía para adentro imaginando las caras de la pequeña; ensayaba en su cabeza el tono dramático que imprimiría al relato, o esa voz hueca que tan bien le salía y que hacía estremecerse, entre el placer y el miedo, a la pequeña sentada en sus rodillas. Ignacio y Eusebio eran de parecida edad, habían nacido en el mismo pueblo, y compartían cada noche la lectura del periódico; bueno, era el periódico del domingo, cuya lectura estiraban a lo largo de toda la semana. Eran los duros y oscuros tiempos de la posguerra. Todas las noches del año se sentaban al amor del fuego, de esos hogares bajos que había antes en las casas de pueblo, acomodaban parsimoniosamente las gafas sobre su nariz y desplegaban cuidadosamente, casi como un rito, las páginas del periódico. Leían entre los dos, detenidamente, la noticia seleccionada y la comentaban ampliamente. Cerca, la niña los miraba en silencio, aguantando a duras penas la impaciencia a la espera de su turno. Porque Eusebio, el tío Eusebio, antes de marcharse camino de su casa, la llamaba con un gesto y le abría los brazos acogedor sentándola en sus rodillas. Se quitaba despaciosamente las gafas y, sin prisa, le regalaba un cuento cada noche. Eusebio pintaba para ella la cara hermosa de una princesa, o el rostro terrible del Diablo Cojuelo de risa tenebrosa y manos de sarmiento, o sembraba de ternura la voz de los corderillos del cuento…y conseguía que la niña de ojos grandes sintiera en su nuca el frío del miedo o el calor del beso del príncipe sobre su mejilla, que saboreara en su paladar extraños manjares nunca degustados, que viajara más allá de su pueblo y conociera países lejanos sentada al abrigo de su abrazo. “¡Otro más, tío!” pedía la niña suplicante, “No, maja, mañana más”, respondía Eusebio serio, escondiendo una sonrisa complacido. Y vestía sus manos de ternura y acariciaba el rostro de la niña con sus manos recias de artista, de herrero. Ignacio, con la niña de la mano, despedía en el umbral de la puerta a Eusebio, y juntos, abuelo y niña, veían perderse en la negrura de la noche su pequeña silueta.
Ignacio era mi bisabuelo, Eusebio su cuñado, no sé a estas alturas qué lugar ocupa en mi árbol genealógico; pero lo que sí sé es que fue la fantasía y una dosis extra de ternura para la pequeña que, embobada, le escuchaba cada noche y que no es otra que mi madre que aún le recuerda con ojos chispeantes.
Maravilloso ¡¡¡¡, me ha encantado.
ResponderEliminarMe gustan tus relatos. Los comparo con una ligera brisa que llega y toca suavemente, provocando una pausa en este paisaje de salas y batas blancas.
Feliz finde, un abrazo.
¡Muchas gracias! Disfruta del merecido descanso. Un abrazo.
ResponderEliminarZe polita !
ResponderEliminarQue paz transmite este relato Marilis ,precioso!
Mira, Marilis, te lo tengo dicho, ábrete una cuenta en facebook, así podré clicar el "Me gusta" en tus relatos sin añadir comentarios supérfluos. ¡Pues eso: Me gusta!
ResponderEliminarBesos.
.rafa
Bueno, pues, no sé...En realidad no tengo ni muy claro que es eso del facebook, va en serio; pero mira, lo comento con mis asesores en esto de la "tesnología" y todo se andará...Muxus
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