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Calculo que cuando les conocí
tendrían, más o menos, nuestros años de ahora; ha llovido bastante desde
entonces…Siendo vecinos durante este tiempo han sido muchas, muchísimas las
veces en que hemos compartido una charla, a veces solo un cruce de saludos
cordiales, en el rellano de la escalera o en el portal de casa. Les recuerdo
tal y como eran: una pareja sencilla, de gesto y ademanes reposados, siempre
muy correctos. Ella, espigada, de esas mujeres de huesos finos y piel muy
blanca y él con el cabello ya de nieve, siempre impecable, con una mirada
oscura y chispeante tras sus gafas de concha. Entonces sus hijos abandonaban el
nido, como ahora los míos, y recuerdo las veces que me ayudaron a salvar el
pequeño tramo de escaleras hasta el ascensor, flanqueada yo por mis pequeños,
con mis pelos tiesos y casi siempre arrastrando un triciclo, colgando de la
silla del pequeño dos mil bolsas de variopinto contenido…¡Qué tiempos! Recuerdo
también que se reían del parloteo de mis críos, sus manos siempre dispuestas a
acariciar la coronilla de los niños y siempre una palabra amable que ha hecho
de ellos para mí una pareja entrañable. Luego llegaron sus nietos, apenas unos años
más jóvenes que mis chavales; entonces era yo quien me prestaba a echarles un
cable y quien me asomaba a contemplar el
rostro del pequeño de turno que apacible, o no tanto, ocupaba el carrito, un par de halagos haciendo alusión a lo bonito
que era, que no me costaba improvisar porque todos los niños son hermosos,
llenaban de orgullo y de ternura la mirada de sus abuelos.
A medida que mis hijos crecieron,
nuestros horarios coincidían más con los de ellos; se igualaron las costumbres
y los domingos y fiestas de guardar salíamos muchas veces a la par. Ellos
seguían siendo impecables, del brazo iniciaban su apacible paseo, camino del
centro, mientras nosotros hacíamos lo mismo; compartíamos el primer tramo con
ellos y luego nuestros pasos más ligeros
nos llevaban más rápido, probablemente, al mismo destino dominguero.
El tiempo vuela…Desde hace ya
unos meses, tal vez un año largo, la vejez se ha instalado dramáticamente en
sus rostros y en sus huesos; en ella con más crudeza. Él mantiene unas piernas
ágiles y su hermoso pelo blanco, pero la mirada antes chispeante se ha vestido
de tristeza. Hace no demasiado me contó que su chica, así la llama y a mí me
emociona porque la imagino con la hermosura inconsciente que la juventud
regala, va para abajo: los años no perdonan y una reciente caída en casa, “se
me cayó” dice él con pena, le ha llenado de miedos y ya no camina, sumado este
hecho a otros mil achaques de la edad. Los hijos, preocupados, se empeñan en
aliviar el trabajo del padre, quieren buscar ayuda para cuidarla y él se negaba
con un “yo puedo todavía” que a mí se me antojaba más improbable que cierto.
Y en el rellano del ascensor nos
topamos de nuevo; empujaba él afanoso la silla de ruedas que ella ocupaba,
delgada como un pajarito, frágil como sus huesos, blanca su piel como la de
antaño, dulces sus manos indecisas que estreché con cuidado como si fueran a
romperse si no acertaba yo a moderar el saludo que prolongué un punto más allá
de lo que la cortesía exige…
Y seguimos caminando calle
adelante, pisando la alfombra de hojas ocres que viste las calles de mi ciudad, en este otoño cálido que nos permite
soñar que el verano aún no ha terminado; los pasos aún firmes, con la falsa
seguridad en la mirada de quien se siente todavía joven aún sin serlo. Y una
congoja seca en la garganta. No me preguntes hoy-le digo a mi marido- qué me
pasa…Enlazo mi mano con la suya buscando refugio.
Qué tierno y a la vez triste, caminar junto a alguien a quien amas,pero que se marche antes que tu!
ResponderEliminarQué bonito!
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