viernes, 11 de diciembre de 2015

Otoño

La imagen es de aquí
Calculo que cuando les conocí tendrían, más o menos, nuestros años de ahora; ha llovido bastante desde entonces…Siendo vecinos durante este tiempo han sido muchas, muchísimas las veces en que hemos compartido una charla, a veces solo un cruce de saludos cordiales, en el rellano de la escalera o en el portal de casa. Les recuerdo tal y como eran: una pareja sencilla, de gesto y ademanes reposados, siempre muy correctos. Ella, espigada, de esas mujeres de huesos finos y piel muy blanca y él con el cabello ya de nieve, siempre impecable, con una mirada oscura y chispeante tras sus gafas de concha. Entonces sus hijos abandonaban el nido, como ahora los míos, y recuerdo las veces que me ayudaron a salvar el pequeño tramo de escaleras hasta el ascensor, flanqueada yo por mis pequeños, con mis pelos tiesos y casi siempre arrastrando un triciclo, colgando de la silla del pequeño dos mil bolsas de variopinto contenido…¡Qué tiempos! Recuerdo también que se reían del parloteo de mis críos, sus manos siempre dispuestas a acariciar la coronilla de los niños y siempre una palabra amable que ha hecho de ellos para mí una pareja entrañable. Luego llegaron sus nietos, apenas unos años más jóvenes que mis chavales; entonces era yo quien me prestaba a echarles un cable y quien  me asomaba a contemplar el rostro del pequeño de turno que apacible, o no tanto, ocupaba el carrito,  un par de halagos haciendo alusión a lo bonito que era, que no me costaba improvisar porque todos los niños son hermosos, llenaban de orgullo y de ternura la mirada de sus abuelos.  

A medida que mis hijos crecieron, nuestros horarios coincidían más con los de ellos; se igualaron las costumbres y los domingos y fiestas de guardar salíamos muchas veces a la par. Ellos seguían siendo impecables, del brazo iniciaban su apacible paseo, camino del centro, mientras nosotros hacíamos lo mismo; compartíamos el primer tramo con ellos y  luego nuestros pasos más ligeros nos llevaban más rápido, probablemente, al mismo destino dominguero.

El tiempo vuela…Desde hace ya unos meses, tal vez un año largo, la vejez se ha instalado dramáticamente en sus rostros y en sus huesos; en ella con más crudeza. Él mantiene unas piernas ágiles y su hermoso pelo blanco, pero la mirada antes chispeante se ha vestido de tristeza. Hace no demasiado me contó que su chica, así la llama y a mí me emociona porque la imagino con la hermosura inconsciente que la juventud regala, va para abajo: los años no perdonan y una reciente caída en casa, “se me cayó” dice él con pena, le ha llenado de miedos y ya no camina, sumado este hecho a otros mil achaques de la edad. Los hijos, preocupados, se empeñan en aliviar el trabajo del padre, quieren buscar ayuda para cuidarla y él se negaba con un “yo puedo todavía” que a mí se me antojaba más improbable que cierto.

Y en el rellano del ascensor nos topamos de nuevo; empujaba él afanoso la silla de ruedas que ella ocupaba, delgada como un pajarito, frágil como sus huesos, blanca su piel como la de antaño, dulces sus manos indecisas que estreché con cuidado como si fueran a romperse si no acertaba yo a moderar el saludo que prolongué un punto más allá de lo que la cortesía exige…

Y seguimos caminando calle adelante, pisando la alfombra de hojas ocres que viste las calles de mi ciudad,  en este otoño cálido que nos permite soñar que el verano aún no ha terminado; los pasos aún firmes, con la falsa seguridad en la mirada de quien se siente todavía joven aún sin serlo. Y una congoja seca en la garganta. No me preguntes hoy-le digo a mi marido- qué me pasa…Enlazo mi mano con la suya buscando refugio.

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